El final de la infancia llega de repente con la muerte de la madre. A los doce años, esa niña en tránsito hacia la adolescencia, la menor de tres hermanos, la acompañaba a colgar la ropa al sol en la terraza. Muchos años después la narradora intenta traducir los silencios maternos mientras miraba el horizonte. ¿Qué veía esa mujer, que tal vez presentía que estaba enferma? ¿Qué soñaba? Quizá fantaseaba una vida mejor, lejos de las rutinas cotidianas que la atrapaban: un trabajo como secretaria; un departamento venido a menos, un marido “distante”, “desorientado” y “confuso”. Los primeros síntomas de la enfermedad, la licencia en el trabajo, los cuchicheos en la casa, la internación. Nunca dice “mamá murió”; prefiere enunciarlo de otra manera, tan visual como dolorosa: “se escurrió de nuestras vidas”. ¿Cómo aceptar que ya no está en la cocina, en los dormitorios, en el living, en ninguna parte? “Hasta su perfume inconfundible, el del agua de colonia 4711, se había ido”, revela la narradora de uno de los cuentos de Nunca podemos descansar del todo (Milena Caserola), de Gabriela Mayer, libro que se presentará este miércoles a las 18 en la Biblioteca Miguel Cané & Espacio Borges (Carlos Calvo 4319).
Los cuentos de Mayer meten los dedos en las llagas del desamor entre padres e hijos; en esas distancias que ni siquiera el paso del tiempo consiguen suavizar. También se animan a mirar de frente la violencia de los varones y las complejidades de la vida sexoafectiva. Y lo hace desplegando las tensiones, vacilaciones y perplejidades que genera que lo familiar se vuelva tan extraño (y a veces hostil) que se transforma en un hueso duro de roer. Los doce relatos de su nuevo libro operan en distintos planos y registros donde conviven lo fantástico y un realismo difuminado en las aguas de lo extraño; por eso está organizado en tres partes.
La primera historia de Nunca podemos descansar del todo empieza con lo que se podría denominar “la revolución de Los Sentados”. En un pueblo llamado “Colonia Los Sentados”, los que mueren son ubicados en una silla, sillón, banquito o butaca para permanecer en una suerte de embalsamamiento para toda la eternidad en el asiento elegido por la familia. Los sentados están en sus casas, junto a sus parientes. La anomalía no son los sentados; al menos hay tres generaciones que crecieron con los sentados en sus hogares. Lo extraño irrumpe cuando hay “un sentado que vive”, readaptando la frase de Operación masacre, de Rodolfo Walsh. Un sentado que se despierta, que quiere levantarse de su silla y trata de despertar a otros sentados. Dos primas asisten a la fiesta de la fundación del pueblo y escuchan voces raras. Voces que emiten sonidos en un coro gutural. La celebración se desmadra con el desfile de los sentados, encabezado por el viejo Aquiles en pijama, el líder de ancianos y ancianas que se mueven a los tumbos y que logran reconquistar la plaza.
Un ritual con las fotos de la familia de una maestra rural pensionada permite recuperar las voces de los muertos: un tío, una prima, el hermano menor y la madre de la narradora, una voz que ansía escuchar. La escritura es el espacio donde se recuperan los recuerdos perdidos; lo primero que se escurre como arena entre los dedos de la memoria son las voces de nuestros muertos. Las fotos condensan imágenes que se vuelven a mirar tantas veces como sea posible, esquivando la nostalgia que, como plantea la narradora, “al principio pensás que es linda, aunque después te aprieta un poco el pecho”. Los pelirrojos, Hernán y Adriana, se rebelan contra su madre, “La Modista”, esa mujer que con su antigua máquina Singer supo ser “reina suprema e indiscutible del living” de la casa de Chivilcoy. Los hermanos deciden mudarse a Buenos Aires, cansados de ocupar el lugar de “los raros” y de escuchar frases como “La Modista es extraña, pero los pelirrojos más”. La primera parte del libro cierra con la perspicaz voz de la “más inteligente de tercer año”, quien a pedido de “la más linda”, Sylvia Pereira, la acompaña a un bar de Villa Ortiz para poder hablar, desde el teléfono público, con un chico con el que quiere salir. Pereira quiere ser la primera en ponerse de novia con Raúl, el mejor amigo de su hermano. “Disculpen las molestias ocasionadas” es un cuento sobre la simulación adolescente y la necesidad de responder al imaginario de lo que debería hacer una chica en su primera cita. ¿Qué pasa cuando se intenta espiar “un secreto”, escuchar una conversación?
“Fecunda” abre la segunda parte del libro. El cuento está narrado por una segunda persona que da cuenta del agotador tratamiento de fertilidad de una mujer, la única de su grupo de amigas sin hijos, que se inyecta toneladas de hormonas y va observando cómo una planta en su balcón crece y no paran de salir nuevos brotes. En este relato la protagonista se entrega, finalmente, al abrazo de las hojas verdes porque pareciera intuir que las verdaderas metamorfosis vivientes suceden cuando alguien puede decir “yo” en el cuerpo de otro. La trama de “Lunaciones” está atravesada por las huidas de Viviana en luna nueva, cuando puede conectarse con otras vidas, las pasadas y las posibles, y cómo afectan estas “desapariciones” a su novia.
En “Gerardo”, una mujer interrumpe la lectura de otra para hablar de su hija Martita y la violencia que padece de su expareja, un hombre que pese a la orden de alejamiento la amenaza con llevarse a Kevin porque quiere que su hijo viva con él. En “Maps” regresa la segunda persona para explorar el vínculo entre un varón y una mujer que no lo puede salvar la promesa de un fin de semana en la costa Atlántica. La voz del varón en “Embestidas” avanza con su violencia verbal y sexual: “Todas las parejas garchan, mínimo, una vez por semana. Y es poco. Deberías agradecer que no me cojo otra mina por ahí”.
La tercera parte despliega “La terraza”, excepcional relato sobre el fin de la infancia y la muerte de la madre con el que Mayer (Buenos Aires, 1971) ganó el segundo premio del Concurso de Cuentos Victoria Ocampo 2015. La escritora publicó los libros de cuentos Los signos transparentes, Todas las persianas bajas, menos una, El pasado sabe esperar y Sueños como cuchillos, y ganó el primer premio del XV Concurso Leopoldo Marechal en 2008 por el relato “El jueves del sillón”.
Los tres cuentos que integran la parte final de Nunca podemos descansar del todo dialogan entre sí en distintos momentos de la vida de la que podría ser la misma narradora. En “Mujeres raras”, la niña a la que se le murió la madre espera su menstruación –que le permite acceder a otro estatus– y se va cruzando en la planta baja del edificio de Colegiales, donde vive, con varias mujeres que trabajan en un burdel. Una hija a la que se le acaba de morir el padre maneja escuchando y cantando canciones de Joaquín Sabina. “Mi papá se llamaba Curt y nunca me abrazó”, repetirá varias veces sobre ese hombre al que no pudo querer y que antes de caer en la demencia senil, que transformó a sus tres hijos en un recuerdo volátil y borroso, sabía sonreír con los ojos.
Silvina Friera/Página 12-Espectáculos