Es temprano por la mañana, se filtra una luz cansada, mortecina, por las ventanas, y la radio ya escupe sus primeras malas noticias: por una huelga en el servicio de recolección de residuos, se acumulan más de diez toneladas de basura por día en las calles de Ciudad Gótica, las ratas se están haciendo un festín y el peligro de una peste es inminente. Pero cuando Arthur Fleck (Joaquin Phoenix) sale finalmente a enfrentar ese infierno, lo que se ve, sin embargo, no tiene nada que ver con otras Gotham City, brillantes y estilizadas, que tanto han fatigado el cine derivado del mundo cómic. Se diría más bien que es como una Nueva York de los años ’70, a la manera de Taxi Driver: hay allí un abigarramiento sórdido, un húmedo calor humano, que va más allá de los modelos de los autos y la dirección artística de la época.
Arthur no parece del todo ajeno a ese mundo, a pesar de su atuendo, el único colorido de una paleta amarronada: va vestido y maquillado como un payaso y con una pancarta con la que se supone promociona la bondad de algún producto al que nadie presta atención. Salvo un grupo de adolescentes que se la roban, salen corriendo con Arthur detrás y al que en un callejón le preparan una brutal emboscada, moliéndolo a golpes y patadas y dejando a ese triste clown llorando de impotencia y dolor entre la basura. Así empieza Guasón, la película escrita y dirigida por Todd Phillips que sorpresivamente se alzó con el premio mayor de la Mostra de Venecia . Y de allí en más, sólo será un constante y progresivo descenso a los infiernos.
En este Joker hay una novedad que es también una virtud. Se trata, como su mismo título lo indica, de una película y un personaje salidos del universo de DC Comics, debidamente acreditado en los títulos. Pero que a diferencia de casi todo lo anterior surgido de esa franquicia, se toma la libertad de construir una ficción que –sin dejar de ser tributaria de la saga a la que pertenece– cobra una autonomía infrecuente en este tipo de producciones. Esa es la novedad. La virtud estriba en que la película escrita y dirigida por Todd Phillips –un director a quien hasta ahora se asociaba sólo con la Nueva Comedia Americana, particularmente con la exitosa saga ¿Qué pasó ayer?— está a la altura de su ambición, que es mucha, desmedida, desusada.
El Joker de Phillips es algo así como la gran tragedia americana, pero vista a través de un vidrio oscuro, de un espejo deformante. Una suerte de ópera trágica, un Pagliacci –el prólogo remite al de la ópera de Leoncavallo: ¿acaso los payasos no tienen sentimientos?— pero concebida en Hollywood en base a sus tradiciones, a las que no vacila en subvertir. ¿Qué es sino un Guasón en el que no aparece Batman? El célebre encapotado no es mencionado aquí ni una sola vez, aunque se cita fugazmente su mito de origen, su trauma original. Pero en la película de Phillips los traumas que importan son los del Joker, que son muchos y que tienen que ver tanto con una disfuncionalidad estrictamente familiar (los padres terribles) como con una sociedad violenta, sectaria, individualista, al borde de su disolución.
Hay ganadores (muy pocos, los que operan en Wall Street) y muchísimos perdedores, la clase prestadora de servicios, entre ellos Arthur, a quien su madre postrada se empeña en llamar “Happy”, aunque ese hombre que parece hecho de alambres retorcidos carga sobre sus espaldas con una tristeza infinita. “Creo que no fui feliz ni un solo instante en toda mi vida”, le confiesa Happy a su terapeuta, quien a su vez le informa que el gobierno ha decidido recortar todos los servicios sociales y que ya no lo podrá atender ni recetarle medicación. Que esa dependencia pública para personas carenciadas se cierra sin más (¿les suena? Quien quiera percibir allí un eco actual y local, podrá hacerlo).
Happy encontrará, sin embargo, por pura casualidad, un remedio que ni siquiera sabía que existía, un revólver, con el que provoca una masacre, después de haber sido golpeado y humillado una vez más. De pronto, descubre que ya no necesita su medicación y que puede, por fin, bailar casi tan ligeramente como su admirado Fred Astaire. Y para su sorpresa y sin siquiera tomar conciencia de ello, se sorprende al verse convertido en un justiciero por mano propia, en un vengador anónimo, al que muchos consideran un héroe. Serán muchos más incluso cuando el candidato a alcalde Thomas Wayne –un multimillonario de ideología meritócrata, que como el Rudy Giuliani de NY promete tolerancia cero– afirme por televisión que “quienes hemos hecho algo con nuestras vidas siempre consideraremos a esa gente unos payasos”. Las máscaras de payasos, entonces, se multiplicarán en Gotham City.
Las referencias a Taxi Driver en particular y al cine de Martin Scorsese en general se van acumulando en Joker de manera gradual pero incesante. La ciudad desnuda, la fantasía con una novia, los juegos de autoestima con un arma, el coqueteo con el suicidio, la violencia súbita como válvula de escape, el realismo sucio con que la notable fotografía de Lawrence Sher filma las calles… Pero se trata, claro, de un realismo sucio transfigurado, teñido por la irrupción de ese payaso tan sensible como siniestro, que pone en cuestión la noción de “normalidad”.
Es allí donde aparece en Guasón otra película de Scorsese que funciona como inspiración de la de Phillips: El rey de la comedia. Que Robert De Niro –en el que sin duda es su mejor trabajo en años– sea aquí el animador de un popular programa de televisión a quien Arthur admira hasta la obsesión, es mucho más que un guiño cinéfilo. Es la constatación de que el director Todd Phillips encontró en esa película injustamente olvidada de Scorsese un modelo a seguir en cuanto a lo que significa ser o no ser normal en una sociedad que todavía sigue bajo el influjo de una televisión que no cesa de imponer la ideología dominante. Un poder mediático que crea falsas expectativas de éxito y fama y que no duda en burlarse o demonizar al diferente, al “otro”, en su constante afirmación del conformismo y el status quo.
Si en algún momento, hacia el final, el Joker de Todd Phillips amenaza con naufragar, si diera la impresión de que sus excesos pudieran llegar a provocar una fisura y hacer tambalear su estructura, y que ciertas reiteraciones (aunque el film opera conscientemente por acumulación) se pueden interpretar como subrayados, allí está el enorme Joaquin Phoenix para mantener todo en pie. Ya se sabe que Phoenix es un actor extraordinario, el Marlon Brando de su generación, y su Guasón –que logra opacar incluso al de Heath Ledger, lo que no es poca cosa— no hace sino confirmarlo. Hay toda una humanidad sufriente en su Joker, que no por ello deja de ser intrínseca, patológicamente violenta.
Su cuerpo se retuerce víctima de sus propias contradicciones y conflictos psicológicos, mientras que su rostro ya de por sí es una máscara inquietante aún cuando no lleva maquillaje. Hay algo profundamente perturbador en el Joker de Phillips que le debe mucho al complejísimo “Happy” de Phoenix, capaz de reír y llorar al mismo tiempo, y de bailar al ritmo suave de la versión de “Smile” que popularizó Jimmy Durante, una de las muchas excelentes elecciones de la banda de sonido que incluye también el uso dramático de las siempre conmovedoras versiones de “That’s Life” y “Send in the Clowns” de Frank Sinatra, aquí resignificadas en una clave que seguramente nunca imaginó “Ol’ Blue Eyes”.
Luciano Monteagudo/Página 12