Como ya lo hiciera en La bruja (2015), su virtuosa ópera prima, el cineasta estadounidense Robert Eggers vuelve a trabajar sobre la frontera difusa que separa a los territorios linderos de lo histórico y lo mítico. Si en aquella cruzaba el espacio de las colonias puritanas que poblaron el territorio norteamericano durante el siglo XVII con las supersticiones heredadas de los procesos inquisitorios, en El faro se mueve sobre el fondo horroroso de las leyendas marinas.
Ambientado en los últimos años del siglo XIX, su segundo trabajo retrata el vínculo que el jefe de un viejo e inaccesible faro mantiene con su joven ayudante, durante los dos meses que comparten las duras tareas de mantenimiento. Filmada en un blanco y negro de extraordinaria factura, la película ofrece un relato que también avanza sobre el límite de los géneros, combinando elementos de la aventura y el misterio, pero también del cine fantástico e incluso del horror gótico. Si el resultado logra por momento ser cautivante es gracias a la pericia con la que Eggers realiza estos mestizajes, pero también al talento con que maneja los recursos técnicos.
La acción transcurre en una inhóspita isla rocosa en la que se levanta el faro del título. Hasta ahí llegan los protagonistas para hacerse cargo durante un par de meses de todo lo relativo a su buen funcionamiento, que no solo incluye a la torre con su linterna, sino también a una potente sirena, cuyo sonido también alerta del peligro a eventuales navegantes. El jefe del faro tiene muchos años de experiencia y una relación simbiótica con el lugar, en cambio su ayudante es joven y llega hasta ahí por primera vez. Ambos personajes cuentan con intérpretes extraordinarios: Willem Dafoe y Robert Pattinson. Su elección no solo es un acierto dramático, sino también de casting, ya que los rostros de ambos parecen salidos directamente de una fotografía de época, potenciando el aura fantasmal de la película.
Estrenada el año pasado en la Quincena de los Realizadores de Cannes, El faro da cuenta de la manifiesta voluntad preciosista por parte de su director. El trabajo con la luz es magistral, moviéndose en el terreno de los claroscuros con la misma solvencia que los maestros del expresionismo. En la línea de dicha herencia también debe ubicarse el diseño de encuadres y planos, siempre en perfecto equilibrio, en los que el manejo ejemplar de la perspectiva potencia la profundidad de campo. La cámara de Egger se mueve con solvencia tanto en los espacios estrechos del faro y sus construcciones como en las tomas a cielo abierto. E incluso consigue que esa sensación cercana a la claustrofobia que transmiten las escenas interiores se traslade también al exterior, donde el mar se levanta como una pared que les impone a los protagonistas un encierro infranqueable.
Si El faro puede ser etiquetada como neoexpresionista no solo se debe a los detalles técnicos, sino a la labor que realizan Dafoe y Pattinson. Ellos le ponen el cuerpo y sobre todo la cara a un relato que se vuelve poderoso en la paleta saturada de sus expresiones. Son ellos los que hacen que la aparición de un corpus mítico en el que sirenas, gaviotas poseídas y pulpos fabulosos se funden con la locura que produce el aislamiento extremo, se vuelva perturbadora, siniestra y, sobre todo, verosímil.
Quizá se le podría reprochar a Eggers su exceso de virtud, la sensación de que tal vez haya algo de vanidad en la forma en que reproduce las formas del expresionismo que Weine, Murnau o Lang establecieron en sus obras. Es decir, que su trabajo sea un remedo, una copia más que un homenaje. Pero lo mismo se podría decir de Rembrandt respecto de Caravaggio o de Oasis en relación a los Beatles. Sin embargo, que el director haya decidido ambientar su película en 1895, el mismo año de la invención del cine, y que tenga como escenario un faro, es decir, un aparato que también proyecta la luz a través de lentes, tampoco parecen ser elecciones azarosas. Tal vez esos detalles permitan inclinar la balanza hacia el lado del homenaje.
Página 12/Espectáculos