Era 1999 cuando a Gabriel García Márquez le diagnosticaron un cáncer linfático. Él mismo lo contó en una entrevista a El Tiempo de Bogotá en 2000: “Por el temor de no tener tiempo para terminar los tres tomos de mis memorias y dos libros de cuentos que tenía a medias, reduje al mínimo las relaciones con mis amigos, desconecté el teléfono, cancelé los viajes, y me encerré a escribir todos los días sin interrupción desde las ocho de la mañana hasta las dos de la tarde”. Sin embargo, el tiempo le alcanzó para todos esos pendientes y algunos más. Gabo moriría el 17 de abril de 2014.
A diez años, otro “boom latinoamericano” avanza, ahora protagonizado por voces femeninas. Es por eso que Clarín Cultura consultó a escritoras argentinas cuál es ese personaje o momento escrito por García Márquez que le quedó en la mente para siempre.
Claudia Piñeiro (Burzaco, 1960) sabe bien qué significa crear personajes inolvidables. En medio de un día de muchas ocupaciones, la autora de Betibú evoca. “Se trata de una escena con peces, que me la voy a acordar siempre: salen de la pecera y avanzan por la habitación. Tal vez no puedo citarla de memoda pero sé claramente que me impresionó cómo con sus palabras me hizo ver esos peces, en colores, como si estuviera allí”, dice sobre el cuento “La luz es como el agua”, de Doce cuentos peregrinos (1992).
La escena es esta: “Llamados de urgencia, los bomberos forzaron la puerta del quinto piso, y encontraron la casa rebosada de luz hasta el techo. El sofá y los sillones forrados en piel de leopardo flotaban en la sala a distintos niveles, entre las botellas del bar y el piano de cola y su mantón de Manila que aleteaba a media agua como una mantarraya de oro. Los utensilios domésticos, en la plenitud de su poesía, volaban con sus propias alas por el cielo de la cocina. Los instrumentos de la banda de guerra, que los niños usaban para bailar, flotaban al garete entre los peces de colores liberados de la pecera de mamá, que eran los únicos que flotaban vivos y felices en la vasta ciénaga iluminada. En el cuarto de baño flotaban los cepillos de dientes de todos, los preservativos de papá, los pomos de cremas y la dentadura de repuesto de mamá, y el televisor de la alcoba principal flotaba de costado, todavía encendido en el último episodio de la película de media noche prohibida para niños”.
María Rosa Lojo (Buenos Aires, 1954) también ha construido su propio Macondo literario: un territorio con el suelo argentino y la memoria de sus ancestros gallegos en el que la magia nunca ha faltado.
“Entre otras virtudes, Gabriel García Márquez tuvo el don de los grandes comienzos -dice a Clarín Cultura-. Entendió como pocos que en las primeras líneas se juega la continuidad de la lectura, la decisión de cruzar ese umbral y entrar en el mundo desconocido que nos propone. Las de Cien años de soledad son magistrales: ‘Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo’. Así se nos entrega a la vez el paisaje de Macondo, donde el hielo es una novedad impensable, y la intriga tramposa de un destino (la futura muerte violenta de Aureliano, que en realidad no acabará fusilado)”.
La autora de Árbol de familia, evoca otro comienzo: “El de El general en su laberinto, su novela sobre Simón Bolívar, que nos muestra al gran caudillo de las independencias flotante, desnudo y desvalido en las aguas de una bañera. El primer párrafo condensa ya la historia del libro: nos anticipa su partida de la escena política y de la viria, misma, en un ‘cuerpo desmedrado’ que sin embargo dará batalla hasta el último aliento”.
Dice Clara Obligado (Buenos Aires, 1950), con un pie en el avión que la traerá a América Latina en general y a la Feria del Libro de Buenos Aires, en particular, que un cuento que le gusta especialmente es “El ahogado más hermoso del mundo”, escrito en 1968 por Gabriel García Márquez.
“Quizás no sea el mejor de García Márquez -dice en un audio-, pero a mí es el que más me conmueve. En “El ahogado más hermoso del mundo”, las mujeres de un pueblo recogen a un ahogado desconocido y van imaginando quién es, comparándolo con sus hombres ante quienes el ahogado siempre sale ganando porque es más grande y más importante. Me conmueve esa creación de un personaje a través de la imaginación de las mujeres y luego la piedad y la incorporación de este ahogado que viene del mar a su universo”.
Elsa Drucaroff (Buenos Aires, 1957) no tiene que buscar en la memoria porque, apenas recibe la invitación, acuden a ella imágenes.
“Tomo algunas imágenes que me quedaron muy grabadas -propone. Pensando en Cien años de soledad y el mundo de Macondo, me parece que lo que hace García Márquez es una narrativa de imágenes. Y cuando digo narrativa de imágenes, no digo que usa bellas metáforas o bellos procedimientos retóricos y esas son las imágenes. Digo que tiene imágenes y que esas imágenes son generadoras de narrativa, de relato”.
Entonces, Drucaroff trae un gitano de feria “recorriendo las casas de un pequeño pueblo perdido en América Latina, oscura y extraña, que va con un imán -esa imagenmoviendo cosas. Un hombre pobre que compra el imán con la utopía del oro, con la utopía que fue la de los conquistadores y que con esa utopía del oro mueve la tierra. Pero lo que sale no es oro: sale una armadura con esqueleto adentro”.
Hay más y más imágenes: “Una mujer que teje o cose, ya no me acuerdo porque estoy hablando puramente desde la memoria, hilo a hilo su mortaja y está sentada cosiendo y tejiendo en la galería de su casa para morir exactamente cuando dé la última puntada o complete el último bordado o lo que fuere. Una mujer tan bella, tan bella, tan bella que de pronto el viento la eleva, eleva la ropa que está colgando y se la lleva al cielo. Un ángel viejo y enfermo, un ángel caído que es un viejo flaco y macilento”.
La lista es mágica y Drucaroff aclara: “Son imágenes de lecturas hechas hace décadas, que me han quedado muy, muy, muy grabadas. Yo me pregunto, un bebé desangrándose mientras se lo comen las hormigas y desangrándose porque en ese mundo cerrado donde todo gira sobre sí, una especie de endogamia maligna lo hizo nacer deforme con una cola de chancho. Son imágenes que me parece que me impactaron tremendamente cuando las fui leyendo porque creo que tienen una cosa de fracaso sistemático, de prometer y después no poder cumplir”.
La autora puede ver los nexos con el presente, porque un clásico siempre habla del ahora: “El ángel es ese viejo macilento, el oro es la viejísima armadura con el esqueleto del conquistador, todo se pudre, todo se frustra, no hay segunda oportunidad. Hay una especie de metáfora política que hoy se carga de sentidos tremendos porque ese era un momento de optimismo en el que se leían otras cosas y, por eso, se generó el boom. Pero creo que hoy esto se lee como la metáfora política del fracaso de la humanidad”.
Luisa Valenzuela (Buenos Aires, 1938) conoce cada rincón del universo literario. “Gabo era un escritor muy, muy visual y, sobre todo, recuerdo de El otoño del Patriarca, que es mi novela favorita de García Márquez. Sobre todo, ese testículo gigante que tenía el Patriarca y que debía llevarlo en una carretilla”, dice. La autora de la novela Fiscal muere aclara: “Pero no son tanto escenas de las novelas, porque en última instancia, la anécdota no es lo principal en la literatura sino la escritura, el cómo decir las cosas” y entonces elige un par de cuentos “impecables -dice-, perfectos en tanto género”.
“Uno de la recién casada que se desangra en el largo viaje de luna de miel. Le regalaron una rosa, se pinchó el dedo y va en el auto con su flamante marido, muy enamorados los dos, ella lleva ese dedo saliendo por la ventanilla porque hace frío y, gota a gota, va dejando la sangre y, cuando finalmente llegan a destino, en esa noche muy fría, ella está muerta porque se ha desangrado en el camino. Está narrado como los dioses”, puntualiza sobre “El rastro de tu sangre”, que forma parte de Doce cuentos peregrinos.
Y hay uno más. Una pareja en auto y el auto se descompone. “Él decide que es peligroso y se va a quedar cuidando el auto mientras ella busca nafta con un bidón. Sube a un ómnibus, le dan una manta, ella se arropa y finalmente llega a un manicomio donde la internan. Ella queda atrapada en esa situación, en la locura -evoca Valenzuela “Sólo vine a llamar por teléfono” y cierra-. Son dos mujeres que se pierden, son tan narrados con una precisión fantástica”, celebra la escritora.
Débora Campos/Clarín-Cultura