
Se formaron en 1985. Empezaron tocando en bares y teatros porteños y rápidamente ampliaron su escala. Grabaron discos centrales del rock latino de fines de los ’80 y los ’90. Invitaron a Celia Cruz, Rubén Blades y Debbie Harry. Trabajaron con Mick Jones, Tina Weymouth y Chris Frantz. Llevaron el ska, el reggae y la música latina a estadios y festivales de todo el continente. Ganaron un premio Grammy. Grabaron un MTV Unplugged. Convirtieron “Matador” en un hit continental. Llenaron Obras, River Plate y el Foro Sol. Se separaron en 2002. Volvieron en 2008 con giras masivas por América y Europa. Anoche, frente a más de 30 mil personas, Los Fabulosos Cadillacs reactivaron ese recorrido en vivo en el Estadio Ferrocarril Oeste, con un show de dos horas y media que volvió a poner su historia en presente.
La celebración del 40° aniversario de la banda llega, claro, en un período de especial gracia para los grupos que se formaron hace dos décadas o más, como Babasónicos, Miranda!, Airbag o Turf, que hoy vuelven a llenar arenas y estadios en todo el país, empujados también por el delirio recitalero pospandemia. Pero acaso ninguna sostiene una historia comparable. En un país donde muy pocas bandas logran trayectorias tan extensas, Los Fabulosos Cadillacs atravesaron cambios de formación, crisis internas y los vaivenes económicos locales sin perder continuidad. El estado actual es el de una madurez que les permite estar en paz con su pasado, no como archivo, sino como material vivo que se reactiva en cada show.
Mientras el viento feroz cruzaba las calles de Caballito, los Cadillacs salieron al escenario unos veinte minutos después de las 21. Abrieron con “Manuel Santillán, el León”, una declaración temprana de principios y de época. Vicentico emergió flaco, apoyado en un bastón, bajo una luz púrpura que tiñó casi todo el show de violetas y azules. El arranque continuó con “Demasiada presión” y “Mi novia se cayó en un pozo ciego”, todavía con un sonido inestable: el viento complicó un set ya difícil al aire libre y en un estadio, y se vio al cantante gesticular con visible fastidio hacia el costado del escenario, pidiendo ajustes. Fue entonces, durante “Mi novia se cayó en un pozo ciego”, cuando el estadio se desordenó: saltos, empujones, patadas, chorros de agua. Un pogo inmediato y sin negociación, propio de un diciembre en Buenos Aires que pone los pelos de punta a cualquiera.
Más allá de ese estallido puntual, el público fue otra de las marcas de la noche. La proporción entre hombres y mujeres fue sorprendentemente pareja, y la diversidad etaria tan amplia que volvió imposible cualquier intento de segmentación: adolescentes, treintañeros, cuarentones, y familias enteras compartiendo campo y tribunas. Una pesadilla para el marketing; una bendición para el ritual. “Muchas gracias por venir, es un honor enorme”, dijo Vicentico en una de las pocas ocasiones en las que se dirigió al público. “Somos muy felices estando hoy acá. ¿Es posta que somos el mejor público del mundo? The best crowd in the world. Para mí, sí. También compramos cualquier cosa, ¿eh?”, sentenció con humor.
Luego de la dosis de chauvinismo -impostado con tono burlón, hay que decirlo-, la máquina empezó a aceitarse rápido. “Carmela” y “El genio del dub” terminaron de estabilizar el clima antes de llegar a “Calaveras y diablitos”. Durante el clásico reggae, Vicentico repitió un truco que ya había ensayado en diciembre de 2023, en el mismo estadio: dividió al público entre calaveras y diablitos y los puso a competir para ver quién gritaba más fuerte su nombre. Esta vez no hubo un ganador clave.
A medida que el show avanzó, el propio setlist empezó a decir algo más que el orden de las canciones. Obligó a pensar en el amplio campo semántico que Los Fabulosos Cadillacs construyeron a lo largo de cuatro décadas. Las letras fluctúan entre un hedonismo carnavalesco, casi festivo, y una mirada insistente sobre el ser sudamericano; pasan por la denuncia de injusticias sociales, los amores no correspondidos, el paso del tiempo y, sobre todo, la imposibilidad de obtener el amor del otro sin pagar un precio. “Las tumbas son para los muertos/ Las flores para sentirse bien/ (…) No quiero morir sin antes haber amado, pero tampoco quiero morir de amor”, cantó Vicentico en “Calaveras y diablitos”, poniendo en palabras ese riesgo inevitable del sufrimiento que atraviesa buena parte del repertorio.
Ese campo de sentidos encontró uno de sus puntos más claros en “La vida”, interpretada en vivo por primera vez desde 2002. No fue un gesto de nostalgia sino una reactivación: la canción apareció como una pieza suspendida en el tiempo, resignificada por el contexto y por la edad de quienes la cantaban desde el escenario y desde el campo. Algo similar ocurrió con “Estrella de mar”, ausente del repertorio desde 2001, que funcionó como un recordatorio silencioso de hasta qué punto el catálogo de los Cadillacs sigue siendo más amplio de lo que cualquier setlist puede abarcar.
El tramo siguiente profundizó ese corrimiento entre lo íntimo y lo colectivo. En “Padre nuestro”, Vicentico volvió a recitar más que a cantar, con una cadencia cercana al rap, mientras manipulaba un procesador de efectos que duplicaba y deformaba su voz. Su estilo, tan peculiar, roza por momentos el rap, como cuando recitó: “Mi vida está tan cansada de buscar tu perdón/ Vengo volando muy bajo buscando algún claro donde descansar/ Es que me vengo bandeando, me estoy cayendo de tanto esperar”. La llegada de Pablo Lescano terminó de romper cualquier frontera estilística: juntos atravesaron fragmentos de “Perrito malvado” y “La danza de los mirlos”, y llevaron el pulso del show hacia una zona inesperada, más desfachatada y popular, donde el estadio terminó de soltarse.
Después de un tramo medio irregular, que incluyó “C.J.” junto a Jay Cianciarulo, “Cartas, flores y un puñal” y “Vos sabés”, con varios de los hijos de los integrantes sumándose al escenario, el recital volvió a tomar impulso. Ese mismo tramo incluyó uno de los momentos más teatrales de la noche. En “Saco azul”, Valeria Bertuccelli apareció en escena para recitar el monólogo central de la canción, con un tono sentido y dramático que desplazó por unos minutos la lógica del recital hacia el terreno de la actuación. “Mi corazón late/ Sin tu mano enorme en mi cara/ Tu mano gigante en mi cara/ Gigante, enorme/ Ya no lloro más, tengo que reír/ Mirá acá, tocá acá/ Acá, tocá acá”, recitó Bertuccelli, antes de desaparecer del escenario tan rápido como emergió.
La recta final recuperó contundencia. “Siguiendo la Luna” derivó en un guiño explícito a Sumo, “Te tiraré del altar” desató un pogo masivo y “Mal bicho” volvió a conectar con el nervio político y sudamericano que atraviesa la obra de los Cadillacs desde sus inicios. Con “Matador” y “Carnaval toda la vida”, sumando a La Bomba de Tiempo, el show alcanzó su punto más alto de intensidad rítmica y espíritu carnavalesco.
El cierre, lejos de limitarse a los clásicos esperables, volvió a mirar hacia los márgenes del repertorio. Junto a los miembros originales Aníbal “Vaino” Rigozzi y Luciano Jr., la banda encaró “Silencio hospital”, “Vos sin sentimiento” -interpretada en vivo por primera vez desde 1987- y “Belcha”. Con los integrantes actuales de nuevo en escena, se despidieron con “Vasos vacíos”, “Yo no me sentaría en tu mesa” y una última sorpresa: “Nro. 2 en tu lista”. Hay una diferencia clara entre celebrar los 40 años de una banda y recorrer de forma obsesiva su discografía, incluso en sus zonas más oscuras. Los Fabulosos Cadillacs eligieron lo segundo. Y, sin embargo, treinta canciones después, una cosa es segura: tras cuarenta años siguen siendo una de las bandas con más estilo y sustancia de todo el país.
Joel Álvarez/Página 12-Espectáculos
MG Radio 24 Villa Pueyrredón