Hasta que empezó la pandemia, Christopher Nolan era uno de los pocos realizadores dentro del sistema de estudios de Hollywood con libertad creativa absoluta y luz verde para disponer a voluntad de presupuestos multimillonarios. No es descabellado pensar que cuando termine sea lo más cercano a un Mesías de la experiencia cinematográfica en la Tierra. El director y su ego tamaño IMAX aceptaron gustosos el desafío de que Tenet fuera el símbolo de la resistencia sirviendo de principal apuesta comercial en el regreso de los cines a lo largo y ancho del mundo, desde Estados Unidos (allí tuvo un lanzamiento tibio en agosto recaudando cien millones de dólares) hasta China, desde Lituania e Italia hasta Uruguay y, desde ya, la Argentina, donde desde este jueves puede verse en 151 salas.
Como si hubiera sabido de antemano la trascendencia de su último trabajo, el británico entrega la película más desmesurada y ambiciosa de su carrera, un viaje geográfico y temporal tan alucinado como caprichoso y por momentos inescrutable, que pide a gritos verse en una pantalla grande y con el sonido más envolvente que exista. Tenet, antes que buena o mala, es una película pensada para, por y desde el cine, un mérito nada menor en épocas de multiplicación de canales de consumo audiovisual.
Desde la cronología alternada de Memento y su protagonista incapaz de recordar hechos recientes, Nolan viene construyendo con esmero una obra que orbita alrededor las distintas formas de control y manipulación, tanto en la esfera social (la trilogía Batman) como mental (El origen) y, lo más importante, temporal (Interestelar). Nada nuevo en una disciplina con un lenguaje que tiene al tiempo como uno de sus componentes fundacionales. Lo particular es que esa obsesión ha ido posicionándose en lo más alto de las prioridades estéticas y narrativas, al punto de interesarse ya no en las consecuencias de su avance, como ha hecho, por ejemplo, Richard Linklater filmando durante más de una década el crecimiento de un chico en Boyhood. Lo que le interesa a Nolan en Tenet es aún más grande, más irrealizable en el contexto físico de la humanidad: poner el tiempo a su servicio, dominarlo para usarlo como le dé la gana, en este caso a través de un dispositivo con la capacidad de “invertir la entropía”, como repiten un millón de veces los personajes, en una típica maniobra de guion con la firma de Nolan.
Eso significa, en criollo, que el dispositivo puede alterar el equilibrio de la física interna de los objetos y las personas, generando una percepción del tiempo “en sentido inverso”: cuando todos marchan para adelante, quien lo pone en marcha va para “atrás”. Donde debería estar el futuro, está el pasado. ¿Suena complejo? En pantalla es mucho más caótico y desenfrenado, dado que todo, literalmente todo puede pasar en este mundo con reglas concebidas únicamente para romperse. Lo que no se rompe es la muñeca de Nolan para filmar escenas de acción. Dignísima heredera de Michael Mann, la secuencia de apertura, con un tiroteo en un teatro repleto, es la enésima muestra de la huella de Fuego contra fuego en ideario contemporáneo de cómo filmar una secuencia coreografiada al dedillo que transcurre en varios espacios simultáneos.
De ese tiroteo despierta el personaje de John David Washington sin la más remota idea de qué pasó, ni dónde está, ni muchos menos quién es ese hombre que como única indicación para reconstruir sus pasos le da una palabra: Tenet. Ni siquiera Nolan, demasiado ocupado jugando a ser Dios, parece preocupado por saber qué es Tenet, y rápidamente pone a ese personaje y su flamante compañero (Robert Pattinson) en persecución de un poderoso traficante de armas ruso (Kenneth Branagh) con ganas de usar la flamante tecnología para lo mismo que todos los villanos: destruir la humanidad. Pero aquello suena más bien a excusa narrativa para una experiencia cinética.
La ensoñación sonámbula de Noches blancas, el duelo identitario de los magos de El gran truco, el paseo psicológico-onírico de El origen, la superposición de tramas de El caballero de la noche asciende y el cocoliche de viajes espaciales, cruces de realidades paralelas y filosofía new age de Interestelar son juegos de salita verde al lado de la rocambolesca sucesión de hechos alucinados (y alucinatorios) que propone Tenet, empezando por, a falta de una, dos persecuciones con autos en temporalidades opuestas. Se necesitaría este diario entero para precisar todas las peripecias de la dupla protagónica durante los 150 minutos de un metraje que no da respiro, que suma capas y capas de tensión a medida que su inverosímil llega a niveles que pocas veces ha llegado una producción de 205 millones de dólares de presupuesto (y otro tanto para promoción). El cine ha vuelto, y con todo. Incluso con barbijos y distancia, hay vida en la sala oscura.
Ezequiel Boetti/Página 12