Cortar con el teléfono, las redes sociales, la laptop, el vínculo constante y obsesivo con lo virtual. Volver a la naturaleza, reencontrarse consigo mismo, afianzar la relación con la pareja. Eso –ese acto corajudo, ese lugar común– es lo que deciden Su y Jack, treintañeros y neoyorquinos, mientras intentan sofocar el calor del verano con un pequeño ventilador (el aire acondicionado no es eco amigable, desde luego) en su pequeño departamento de Brooklyn. La ópera prima de Alex Huston Fischer y Eleanor Wilson, estrenada mundialmente este año en el Festival de Sundance, es una comedia millennial que sólo muestra su faceta fantástica cuando la historia se encuentra bien avanzada, a pesar de la placa que anticipa ominosamente esa arista: “El año en el que la Humanidad perdió el planeta Tierra”.
Pero antes de ese cataclismo, y antes de que el dúo se dirija en automóvil al agreste destino, Su (Sunita Mani, rostro reconocible por su participación en series como GLOW y Mr. Robot) pierde su empleo de la manera más impensada y Jack (John Reynolds) recibe la oferta de un amigo: el préstamo, sin cláusulas adicionales, de una cabaña en medio del bosque, aislada y confortable, ideal para pisar el freno y recalcular los pasos a seguir.
A poco de llegar, la toxicidad inyectada por la vida citadina comienza a ceder terreno, aunque la tentación de prender por un minuto el celular y espiar las notificaciones es enorme. A esa altura, el espectador sabe más que los personajes, desconocedores de que una invasión extraterrestre ha comenzado a poner en riesgo la existencia misma de la humanidad. Algo de eso se oye en un mensaje escuchado a escondidas –“¡Son como ratas grandes!”–, pero Su no logra descifrar el contenido del audio. Mientras tanto, la pareja juega a las cartas, cena comida fresca y natural (más tarde se arrepentirán de no haber llevado al lugar algunos enlatados) y discute sobre la posibilidad de dar un giro importante a sus vidas. Todo queda relegado a un segundo plano como consecuencia de un acto de inesperada iluminación: esa bola peluda con forma de almohada redonda, que insiste en moverse de un lugar a otro de manera casi mágica, no es otra cosa que un ser de otro planeta, y su aspecto de peluche inocente esconde los más letales miembros extensibles.
En gran medida una sátira de la sensibilidad de la generación Y, ¡Sálvese quien pueda! reelabora algunos de los rasgos del cine de ciencia ficción y horror alienígena a partir del momento en el que los invasores –concienzudos consumidores del etanol y cualquiera de sus derivados– comienzan a mostrar toda su virulencia. Aunque sin abandonar nunca un costado amable y, sí, sensible, como en esa secuencia donde el cambio de unos pañales reemplaza el miedo a la muerte o aquella otra en la cual Su, luego de aniquilar una amenaza con un cuchillo de cocina, reflexiona con algo de arrepentimiento sobre la matanza de animales.
¿Y el uso de las armas de fuego? Huston Fischer y Wilson ponen de manifiesto nuevamente sus ambiciones de humoristas sociales cuando la discusión sobre un viejo rifle adquiere ribetes absurdos. Y muy de nuestros tiempos. Entrañables e irritantes en partes iguales, Su y Jack encarnan un nuevo tipo de heroísmo pautado por un constante “a pesar de…”, y es consecuencia directa del buen desempeño de Mani y Reynolds que el espectador, a pesar de todo, apueste a su supervivencia.
Diego Brodersen/Página 12