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Roger Waters recorrió lo clásico y lo moderno ante un público eufórico

El ex Pink Floyd cerró un recital impecable ante un Monumental repleto.

Noche cerrada al principio. Brumosa. Bien floydiana. Hay ruidos que pueden parecer truenos, o aviones o efectos especiales de espera. Nadie distingue si provienen del escenario –recién usado por Eruca Sativa– o del cielo. Parecen lo mismo. El otro primer gran ruido fuerte, colectivo, se escucha apenas diez minutos antes del show, el quinto de Roger en la Argentina: “Olé, olé, olé, olé, Waters, Waters”. No habrá mucho cántico en el devenir, cierto. Pero sí dos que hablan de primeros, de premonitorios desahogos: “el que no salta es militar”; “el que no salta, votó a Milei”. Y no mucho más, por parte de un público que colmó hasta la médula el Monumental –como debe ser-, en el primer capítulo de la gira This is not a drill, fase argentina.

El resto fue sabiduría, porque lo que hace Waters siempre que hace, es clavársela en el ángulo de la conciencia occidental. Y además una maravillosa música, claro. Catártica y en trance de esperanza, puntualmente, para los oídos de personas bajoneadas como las que se llegaron a verlo en número descomunal. No es casual pues que uno de los fundadores de Pink Floyd empiece el concierto con una –rara- vuelta sobre “Comfortably Numb”. Rara, porque suena más apagada que la original, mucho más cerca del sonido austero y sombrío que le encontró a Dark Side of the Moon en su flamante versión reimaginada. Y un detalle: carece del solo de guitarra con el que David Gilmour –ayer compañero, hoy rival- maravilló al mundo.

Bravo contrincante, Roger. Duro de roer. Mucho más cuando va hacia el momento más conmovedor –sino el más- del concierto, al menos para los acérrimos. El que conecta una realmente memorable vuelta sobre tres gemas de Wish you were here, rodeadas por imágenes de todos los integrantes de Pink Floyd –de Syd Barrett, en especial, a quien Roger dedica amorosas palabras- menos de David. Cross a la mandíbula, claro. Igual -pero en términos figurados, claro- al que se siente durante el viaje hacia las vísceras sónicas de “Have a cigar”, tremendo tema ayer, hoy y siempre, al igual que las alucinadas partes VI y XVII de “Shine on You Crazy Diamond”. Tríada fulminante, preciosa –porque la completa “Wish you were here”, el tema- detonadora de conmociones, evocaciones y recuerdos. Un tango, casi, en la Buenos Aires melancólica que se viene.

Entre ambos momentos, el The Wall, que contiene además “The Happiest Days of Our Lives” y las dos últimas partes de “Another Brick in the Wall”, y el de Wish… brotan dos perlas del acervo solista del británico. Una de Radio K.A.O.S, tal vez el disco más incomprendido de tal cosecha, del que Roger toma “The Powers That Be”, canción a tracción maquinal, que viste una vez más su embestida contra los poderes establecidos y las caóticas fuerzas del mercado libre que dominan el mundo. “Si los ves venir, será mejor que corras”, canta él, haciendo blanco sobre esos que gustan del juego “duro y sin reglas” para obtener Cadillacs “a prueba de bombas”, llaves de oro y tazas de platino. Las imágenes apocalípticas que acompañan van de su suyo: hablan de represiones de hoy, de ayer y del futuro

La otra bajada solista de la primera parte del recital –porque son dos partes- es “The Bravery of Being out of Range”, colosal tema de Amused to death, sucesor en estudio de Radio K.A.O.S -media entre ellos el disco en vivo The Wall en Berlín, por si hay que recordar por enésima vez la obra pacifista e integradora de Roger en tiempos de la caída del Muro-. La única pieza de Amused… en la noche da en el centro del corazón, de las preocupaciones de parte de la sociedad argentina tras el resultado electoral del domingo pasado. Versa sobre lo peligroso –y cobarde- que es para el hombre común portar armas. Tercer “break” solista: “The Bar”, su tema más reciente. Lo toca él mismo al piano, íntimo, con una botella de bebida espirituosa acompañando, y pensando en formas de comunicación comunitarias en un momento de aislamiento, autismo y soledad. Es bella y oscurita. Pero esperanza.

En otro momento de alto impacto en la noche, el protagonista viaja hasta 1977: “Sheep”, de Animals. Ruidos de animales provienen, envolventes, desde todos los rincones del Estadio, que se transforma en una gran granja, y se revela como aquella que imaginó George Orwell. Musicalmente, “Sheep” es un cuelgue sublime. Excede a la tierra. Pertenece al cosmos, al espacio, a lo sideral. Pero el mensaje es bien de acá, terrenal y, si no se sabe inglés, las imágenes que se proyectan en las cuatro pantallas gigantes dispuestas entre un extremo y otro del escenario, hablan más que mil palabras: ovejas antropomórficas que combaten cuales luchadoras de judo por su libertad. En la espalda de su traje, una sola palabra: Resist.

Primera parte consumada. Sale la segunda.

Un chancho gigante pintado como un muro con dos leyendas que dicen “Estás contra la pared, ahora mismo” y “Él está enojado, no escucha”. Debajo de su cuello, el nombre de la gira. Acorde al vuelo lento, flotante, sensación tan ligada al sonido del viejo y querido Floyd, se escuchan sirenas, disparos de metralla, y gritos cada vez más fuertes que piden «Hammer! Hammer!». Alaridos que estallan junto con fuegos de artificio e “In the Flesh”, otra rémora de The Wall que a Waters le da por revivir –como revive, mientras deviene actuando silla de ruedas-, al igual que una fulminante vuelta sobre “Run Like Hell”. “¿Quién es paranoico acá?”, se escucha altisonante… “pues esta canción es para vos”. Y no queda nadie sin mover el cuerpo en la noche. A menos hasta que suena la bella y calma “Deja Vu”, en clave folk con guitarra –y drones patrullando desde lo alto- y la canción epónima del disco que la contiene: «Is this the Life We Really Want?: “Es esta la vida que realmente queremos?” Hay que decirlo hoy más que nunca, y en voz alta.

Sucede al tándem el momento Dark side of the Moon de la noche, con la luna ya despejada, espléndida, cuyo lado claro proyecta su haz de luz en el centro mismo del estadio. A una versión medio deslucida de “Money”, le gana por goleada una de “Us and Them”, con el leit motiv puesto en los derechos humanos, y otra de “Any Colour you Like”. Tremenda. Onírica. Poderosa en su psicodelia. Sin palabras, literalmente. Luego la minisuite dentro de la gran suite que forman “Brain Damage” y “Eclipse”, llega el momento de alzar las banderas argentinas. Waters vuelve a la acústica y se mete en las entrañas de una pieza que es la entraña de The Final Cut: “Two suns in the Sunset”. Tras unas palabras alusivas a la guerra de Malvinas, un sol brilla y el otro estalla en un poniente no muy alentador, al que urge ponerle una música así como antídoto… para no estallar como él. El cierre es cálido, familiero. Presenta a sus músicos y músicas (Jonathan Wilson, Dave Kilminster, Jon Carins, Gus Seyffert y el tándem Shanay Johnson y Amanda Belair en coros), atrapado por el clima de una versión extendida, sorprendente, en clave de folk celta, de “Outside the Wall”, un tema que siempre circundó en los márgenes de la gran obra.

Un capítulo más de Roger. Uno de los pocos héroes en este lío.

Cristian Vitale/Página 12-Espectáculos

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