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Partido Homenaje, una muy buena alternativa, va los sábados en Jufré Teatro

Julio Feld interpreta con gran sensibilidad la obra dirigida por Leopoldo Minotti.

El Tata Castiñeiras vuelve a las canchas. Lo hace en el club que lo vio nacer, luego de años de haberse retirado, para su partido homenaje en Juventud Unida. Representante del antihéroe nacional, una versión adaptada a nuestros escenarios y metido en un ambiente al que esta tierra aportó el máximo exponente de los cielos e infiernos a los que puede llevar: el fútbol. En la soledad más absoluta (hasta habla con un personaje que jamás le responde ni aparece, convenientemente apodado el Mudo), llega al vestuario reemplazado por una lesión. Allí, el Tata recordará los momentos clave de su carrera que lo hicieron llegar desde el club del interior a la Capital, contratado por San Lorenzo de Almagro, y su regreso al pueblo tras probar suerte en la Primera División, impulsado por una pasión que combina los estadios con esos amores que nunca se olvidan. Al fin y al cabo, Partido homenaje se trata de esa parábola del retorno al lugar que se añora, no por lo que es sino por quienes están allí, nos esperen o no.

El marco futbolístico es la excusa para hablar de otra cosa, y le aporta el toque costumbrista a la odisea del viaje a tierras lejanas y el retorno donde ¿espera? Belinda, la mujer amada. Una tragicomedia que se desarrolla en un vestuario y la sátira de un “partido homenaje” en el que en la previa los fotógrafos se van con el Tanque, la joven promesa del club, al Tata le atajan un penal, su equipo pierde 2 a 0 y le pegan una patada que lo deja fuera del partido. “Me armaron una cama”, protesta ya en el vestuario. “¿Dónde viste que la cosa termine así?”, se queja. Su tiempo se esfumó, la gloria deportiva quedó en el pasado, y sus rencores y arrepentimientos estrujan su presente. ¿Es el fin? El recuerdo siempre está teñido de sentimientos y transformaciones que el paso del tiempo le imprime, nunca son un fiel y exacto reflejo de lo que sucedió.

La obra es un monólogo de poco menos de una hora con un interlocutor fantasma, un personaje que cumple un rol fundamental sin aparecer nunca frente al público: el Mudo, compañero siempre ausente que el Tata usa para contar sus sensaciones de este extraño partido homenaje y que permite, a partir de este diálogo imaginario, dinamizar un texto que juega entre el pasado y el presente del Tata y mete al público en ese vestuario que por momentos parece convertirse en un confesionario. Una jugada que Tursi supo explotar y que Feld potencia con gran sensibilidad interpelando al Mudo fuera de escena pero también mirando al público, generando la ilusión de la conversación aún frente a la cuarta pared.

La puesta en escena expresa la humildad del club: un banco flanqueado por dos lockers es el mobiliario del vestuario en el que todo transcurre. Y no hace falta más. Además, un cuidado trabajo de iluminación y musicalización va construyendo distintos climas de acuerdo a lo que el Tata esté contando: los recuerdos del pasado, las ilusiones del futuro y las angustias y enojos del presente se acentúan en transiciones rápidas que ubican al relato en los distintos momentos de la historia de Castiñeira, flashbacks que a veces hacen olvidar el tiempo, contando toda una vida en pocos segundos antes de patear la pelota o sumergir una magdalena en una taza de té.

El protagonista conoce a Belinda, la hija del presidente de Juventud Unida, y desde que le contó su sueño de ser telefonista no pudo sacársela de la cabeza. “Quiero que mi hija sea el tipo de mujer que hace milanesas para su marido. No las sabe hacer, pero va a aprender”, intenta convencer el presidente al ídolo, aspirando a que su hija tenga una vida mejor. Pero no hace falta: el Tata no tenía como necesidad la realización gastronómica. ¿Por qué no es la típica historia con final feliz (y prematuro)? Ubicada en la década del `70 del siglo pasado, entre menciones al Rodrigazo y la dictadura cívico-militar, algo sucede y el futbolista debe emprender su travesía solitariamente, con un recuerdo del día de su partida que lo acosaba constantemente (y que poco importa que efectivamente hubiera sucedido).

Desde que dejó el pueblo para jugar en San Lorenzo, el Tata solamente vio a Belinda en una tribuna o en sus sueños. ¿Qué hacía allí? ¿Estaba realmente donde la veía? De todas maneras, ¿qué diferencia habría? En ambos mundos no llegaba a hablarle, y al despertar o cruzar la línea de cal para salir de la cancha Belinda se esfumaba frente a sus ojos. Así, dice, fue dejando de verla. Pero parado frente a la pelota en su partido, antes de patear un tiro libre, la encuentra una vez más en la tribuna, mirando al cielo. Tal vez el mejor homenaje que se le podía hacer al Tata Castiñeiras en Juventud Unida era darle la chance de estar frente a ella una vez más. “Ahí subo porque algún día nos van a apagar la luz”, reflexiona el Tata. Y seguramente cree que si no se va a poder ver nada mejor saber que estará con las personas que quiere estar aún con los ojos cerrados. O por lo menos sacarse la duda.

Sebastián Ackerman/Página 12

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