De aquellos cineastas que posaban en una foto, famosa, en la que Martin Scorsese, Spielberg, Coppola y De Palma están sentados a una mesa, festejando el cumpleaños de Francis Ford Coppola, es el director de El irlandés, quizás, el único que sigue filmando en lo más alto de su talento.
Quien por -y no a pesar de- el correr de los años ha madurado mejor y tiene un sentido del cine como arte y a la vez espectáculo, y el que no cejó hasta conseguir el dinero que necesitaba para hacer esta película.
Scorsese estaba empecinado desde 2007 en llevar a la pantalla la novela de Charles Brandt en que se basa El irlandés. Pero no quería que otros actores interpretaran a sus protagonistas de jóvenes. Necesitaba una herramienta tecnológica que por entonces no estaba perfeccionada.
Ahora sí, y 150 millones de dólares mediante y la libertad creativa que le dio Netflix -que puso el dinero-, Scorsese entrega no su obra maestra, porque con Taxi Driver y Toro salvaje en su haber es difícil empardarlas, pero sí una épica monumental sobre la mafia, y también sobre el sacrificio humano, el honor y el dolor.
Frank Sheeran (un Robert De Niro distinto, no sólo por el trabajo de efectos visuales de nuestro compatriota Pablo Helman) es un veterano de la Segunda Guerra Mundial, que maneja un camión. Hace sus negocios, roba y estafa, pero encontrará en un nuevo empleo, trabajando para el jefe de la mafia Russell Bufalino (Joe Pesci decididamente en otros tonos de actuación, lo que es una muy buena noticia, en su primera película desde 2010) casi una nueva vida.
Es un asesino inescrupuloso, sin remordimientos.
Y son las vueltas de esa vida las que lo llevan a conocer y ser amigo de Jimmy Hoffa (Al Pacino, entrando con cuña al universo scorseseano, más que nada por algunos tics que no supo, pudo o quiso abandonar), el líder sindical de los transportistas. Un corrupto que ansiaba más y más poder, y que tanto las autoridades del Gobierno estadounidense como su propio sindicato y el mundo criminal no veían con buena cara.
Es historia: Hoffa desapareció de la faz de la Tierra, jamás se encontró su cadáver y la teoría que esgrime El irlandés es que Sheeran fue el responsable de su muerte.
Hasta aquí, la trama. Porque las películas de Scorsese son lo que son a partir de una historia, pero también de un entramado en el que entran a jugar la manera en que conocemos a sus protagonistas, sus propias características y la forma en que sufrimos y/o reímos con ellos.
La manera en que podemos empatizar con un tipo como Sheeran, que tiene una pésima relación con su hija (entre paréntesis: las relaciones y los papeles que juegan las mujeres, en manos de otro realizador, hubieran hecho una película distinta), o hasta el mismo Bufalino, hacen que el espectador se pregunte en medio de la épica ¿cómo puede ser que le desee lo mejor a este/estos tipos?
Para empezar, si bien se rodeó en el set de muchos de sus habituales colaboradores, es en el elenco donde se nota la versatilidad y la variación. Porque a Robert De Niro y a Joe Pesci ya los hemos visto juntos, dirigidos por Scorsese ( Toro salvaje, Buenos muchachos, Casino), pero nunca los hemos visto así.
En un filme de género, uno en el que Scorsese se ha empapado y maneja bien, es en la introspección de los personajes donde mejor destaca, brilla. En el momento de decisión en el que se encuentran, con sus prioridades autocuestionadas y el enfrentamiento a sus propios límites donde El irlandés pega un giro no habitual en el director. La última media hora es excepcional. Allí, donde el filme parecía seguir un derrotero conocido, Scorsese y su guionista Steve Zaillian ( Pandillas de Nueva York, Oscar por La lista de Schindler) sorprenden, desconciertan en el mejor sentido de la palabra. Conmueven.
El irlandés es para ver, disfrutar en pantalla grande, sus casi tres horas y media no se sienten. Scorsese no vuelve a contar lo mismo de siempre. Aunque reconozcamos en sus personajes algo de Bill The Butcher, de Henry Hill, de “Ace” Rothstein, de Jordan Belfort.
El plano final de Sheeran/De Niro difícilmente pueda olvidarse.
Pablo O. Scholz/Clarín