Si hay una temática, tan vasta como inextinguible, que recorra gran parte de la obra del japonés Hirokazu Kore-eda (ver nota aparte), esa es la de los lazos familiares, usualmente atravesados por conflictos de toda índole, desde lo muy íntimo a lo social. Luego del éxito internacional de Somos una familia (2018), que le valió la Palma de Oro en el Festival de Cannes, el director de Nadie sabe y After Life… la vida después de la muerte, entre otra docena de títulos, se enfrentó por primera vez con un rodaje fuera de su país natal. El destino elegido fue Francia, con un reparto encabezado por dos de las actrices más relevantes de varias generaciones: Catherine Deneuve y Juliette Binoche. Pero más allá de las diferencias culturales y, posiblemente, de idiosincrasia en los estilos de producción, La verdad es un film tan personal como los anteriores en su filmografía, guiado una vez más por los vínculos problemáticos entre miembros de un mismo clan. En esta ocasión, los personajes tienen una vida pública además de una privada, elemento vertebral del guion escrito por el mismo Kore-eda.
La vérité encuentra a Fabienne Dangeville –diva del cine galo encarnada por la Deneuve, sin señales autobiográficas a la vista– en plena entrevista con un periodista, visiblemente nervioso ante la presencia de la leyenda. La actriz está a punto de publicar su autobiografía, un volumen lleno de anécdotas personales que, como se verá, no necesariamente se condicen con los recuerdos de su hija Lumir. Guionista en Hollywood, el personaje interpretado por Binoche cae de visita en la casa materna acompañada por su esposo Hank (Ethan Hawke) y una pequeña hija, de unos seis o siete años. A poco de atravesar el umbral y cruzar un par de palabras, ambas entran en chisporroteo verbal; queda claro, bien de entrada, que la infancia y la adolescencia de Lumir no fueron etapas sencillas. Aunque la película no cae en exageraciones a la hora de construir ese divismo, el ego de la veterana es difícil de sobrellevar: fumadora y bebedora empedernida a sus sesenta y largos, la anciana de cabellos rubios y ojos transparentes todavía es atacada por celos profesionales, incluidos aquellos disparados por el recuerdo de una actriz (y amiga personal) fallecida décadas atrás.
Hank, “actor de segunda línea en series de tevé”, según su propia definición, observa y escucha todo desde cierta distancia, en parte por su desconocimiento del idioma francés, en parte para no meter la mano en el fuego y salir quemado. Fabienne se encuentra en pleno rodaje de una película de ciencia ficción metafísica titulada, no casualmente, “Recuerdos de mi madre”, en el cual interpreta un papel secundario de gran importancia junto a una estrella en ascenso, a quien todos comparan con aquella otra actriz legendaria. Hay por allí algún que otro eco lejano de los Sudores fríos de Boileau-Narcejac –la novela que dio origen a Vértigo–, pero La verdad nunca deriva en el thriller, optando en cambio por un tono dramático apuntalado en un bienvenido sentido del humor, como ocurre con la pequeña subtrama de la tortuga Pierre y los supuesto poderes de hechicera de la matriarca. En tanto, un personaje menor, el asistente de toda la vida de Fabienne, suma puntos en una historia engañosamente simple, construida meticulosamente desde el guion y sostenida por la excepcional presencia y talento de todo el reparto.
Ya en los tramos finales, los conceptos de verdad y simulación, de emociones genuinas e interpretaciones, adoptan un rol mucho más central del que podría suponerse en un comienzo. La escritura de un par de “líneas de diálogo”, que los personajes repiten en la vida real como si surgieran de su interior y no de un titiritero entre las sombras, le aporta a la película una nueva capa de complejidad, que resuena tanto en la historia que se desarrolla en pantalla como también en el pasado, que el espectador debe imaginar y reconstruir.
Con La verdad, Hirokazu Kore-eda, uno de los practicantes más talentosos de ese terreno cinematográfico llevado a las cumbres artísticas por Yasujiro Ozu –los dramas familiares cotidianos, pero nunca triviales–, logra hacer propia su vertiente francesa sin perder absolutamente nada en la traducción.
Diego Brodersen/Página 12