
Como tantas otras veces, el director indio Zubin Mehta se presentó en el Teatro Colón con la Filarmónica de Israel. Pero esta vez será la última. Mehta tiene 83 años y ya anunció su retiro. Mehta no es el mismo que se vio aquí tres años atrás. Llega al podio abriéndose paso entre la orquesta con la ayuda de un bastón, y dirige sentado, aunque como siempre de memoria, sin partitura.
No es necesaria la coreografía, aunque de todos modos Mehta siempre fue muy sobrio. La batuta, las manos y la dirección de la mirada le son suficientes para conducir la Orquesta que dirigió durante 50 años, y que llevó a su punto más alto.
El programa abrió con el Concertino para cuerdas de Ödön Partós (1907, Budapest-1977, Tel Aviv), un húngaro emigrado que se convirtió en una figura fundamental de la vida musical Israelí, especialmente como maestro (dirigió la Academia de Tel Aviv) y como intérprete (fue primera viola de la Orquesta y miembro del Cuarteto Israel). Tampoco desentonó como compositor, según pudo comprobarse en esta primera audición del Concertino, una pieza de 1932 escrita en un estilo de resonancias bartokianas; todo se integra en una trama de expresión ascética, con breves remansos líricos que aparecen sin preparación (con total fluidez) y desaparecen con la mayor naturalidad. Su áspera belleza fue transmitida por Mehta y sus músicos con intensidad y precisión.
Luego fue el turno de Martha Argerich, que volvió con uno de sus caballitos de batalla, el Concierto en la menor de Robert Schumann. Argerich y Mehta tocaron juntos muchos veces (hicieron este mismo concierto de Schumann el año pasado en Israel), pero nunca se había oído esta ilustre sociedad en Buenos Aires.
Ella vuelve sobre las piezas de siempre, pero da la impresión de que no hace exactamente lo de siempre. Cuando toma el primer tema, en la segunda entrada del piano solista, parecería como si meditase sobre el camino que va a tomar: crea un suspenso desde la primera nota, pero sin perder la línea; suena perfectamente natural, pero a la vez suena distinto. En los pasajes de bravura acaso sea la misma de siempre, pero en los pasajes líricos hay como unos efectos de suspensión, unas comas casi imperceptibles, como si estuviese decidiendo algo en ese mismo momento. Es fascinante. A la vez puede ser completamente sencilla y directa, como cuando dialoga con la orquesta en el segundo movimiento sobre la base de unos motivos muy sencillos.
En la segunda salida le hace un gesto a Mehta acercando el pulgar y el índice como quien pide permiso para expresarse. El bis es casi el mismo de siempre: De países y hombres extraños, la primera de las Escenas infantiles de Schumann. Es el mismo bis que hizo acá, en 1986, y en una sola noche hizo el Concierto N° 1 de Beethoven, el segundo de Liszt y el tercero de Prokofiev. Lo que pareció una alegoría del rencuentro con los argentinos, era en verdad un talismán. Sigue siéndolo hasta hoy. Ella es la de siempre, aunque siempre un poquito diferente. El programa cerró con una apolínea ejecución de la Sexta Sinfonía de Beethoven, y el maestro Mehta también coronó su gran actuación con un precioso bis que suele hacer en gira: la obertura de Las bodas de Fígaro de Mozart.
Federico Monjeau/Clarín