“Esta escritura es un conjuro”. La frase da inicio al último cuento de Las voladoras (Páginas de Espuma), de Mónica Ojeda. “Un conjuro que hace revivir a un muerto exige una escritura cardíaca: palabras que salgan del cuerpo para entrar en otro y transformarlo”, explica ese narrador que intenta resucitar a su hija con palabras. De manera similar entiende Ojeda el proceso de escritura: “Ese cuento es una especie de poética personal y por eso está al final del libro. Hace tiempo vengo pensando el vínculo escritura/cuerpo, de qué manera la palabra es algo que parece intangible pero se vuelve tangible en el cuerpo. Un conjuro es una composición de palabras destinadas a transformar la materia: se trabaja con ellas dándoles determinado orden para que algo cambie y siempre se lanza a otros. Por eso lo asocio a mi forma de entender la escritura; no es un conjuro por su contenido sino por cómo está elaborado”, dice la autora ecuatoriana desde Bilbao, en diálogo con Página/12.
Los conjuros demandan sintaxis precisa; no da igual una palabra o su sinónimo. “Unas oraciones detrás de otras con cierto sonido, tono y cadencia pueden generar algo determinado en los lectores”, explica. En su primer libro de cuentos, el tratamiento del lenguaje es igual de puntilloso y la escritura (como en buena parte de su narrativa), sumamente sensorial. “Mi escritura es así porque soy muy lectora de poesía y siempre me ha deslumbrado el hecho de que los poemas sean capaces de producir miedo, llanto o excitación; generan emociones y no necesariamente contándote una historia. Esa develación de que el lenguaje es capaz de generar cosas en el cuerpo tal como lo hacen las historias, me llevó a mezclar ambas cosas para explotar su potencialidad”.
–En Las voladoras recuperás algunas narraciones orales de Ecuador. En la literatura anglosajona (sobre todo el terror) es muy clara la recuperación de la oralidad, pero en Latinoamérica no tanto porque existe cierta negación de lo indígena. ¿Cómo incorporaste esa tradición?
–Quería trabajar las narraciones orales del mundo andino en algunos cuentos y desde una perspectiva muy libre, para nada mimética ni costumbrista. Hay muchísimas y pude haber hecho un libro inspirado únicamente en esa tradición, pero no era la idea. Durante el proceso de escritura investigué un montón de historias y se quedaron afuera monstruos increíbles como el Chuzalongo. No quise forzar la máquina porque mi intención no era escribir un libro de esas características. En “Las voladoras” y “Cabeza voladora” la influencia es muy clara, y también aparecen momentos de narraciones orales en “Soroche”, sobre la leyenda del cóndor que se suicida.
En esos textos Ojeda trabaja específicamente sobre las brujas, un arquetipo universal que adquiere sus particularidades en cada cultura. “Las voladoras” recupera un relato del pueblo de Mira y presenta a mujeres que se levantan de sus camas en una suerte de trance, suben a los tejados, se untan las axilas con miel y salen volando; en “Cabeza voladora” aparecen las umas, brujas andinas capaces de despegar la cabeza del cuerpo a voluntad. Los cuentos abordan temas como el deseo femenino, la violencia intrafamiliar o la condena que sufren aquellas mujeres que se salen de la norma al ser definidas como monstruos. “Los relatos orales y los mitos me fascinan por la simbología –soy amante de los símbolos– y su capacidad para dar sentido al caos que genera el miedo en una geografía. Los relatos vienen a dar cierto orden, guardan una verdad histórica y emocional de pueblos y comunidades, una verdad profunda que refleja los miedos colectivos más atávicos”.
–En Mandíbula hay una frase que dice: “Cuando la idea del bien y el mal desaparece, sólo queda la naturaleza y su violencia”. ¿Cómo trabajaste en los cuentos esa geografía repleta de belleza y peligro?
–La naturaleza es tremendamente cruel. Pienso en aquel verso de T.S. Eliot: “Abril es el mes más cruel”, el suelo florece sobre las tumbas. La naturaleza es indiferente al dolor de los seres vivos y ese aspecto me parece subyugante, siempre me atrajo esa belleza feroz, sumamente cruel e indiferente al dolor. La Cordillera de los Andes es salvaje y funciona también como metáfora de la tierra estirándose hasta tocar el cielo. La tensión en el mundo andino es entre el “arriba” y el “abajo”, pero hay un punto donde se encuentran y parecen ser lo mismo. Yo he crecido viendo ese paisaje, pero recién se volvió carne en mí cuando me fui de Ecuador (Ojeda vive en Madrid). Creo que soy incapaz de escribir sobre cosas que tengo demasiado cerca, necesito distanciarme temporal o geográficamente. Si estuviera viviendo en Ecuador, probablemente no estaría escribiendo sobre volcanes y cocodrilos.
Mónica se ha definido como feminista antirracista, pero aclara que su objetivo no es el mismo cuando escribe o cuando marcha en las calles: “Nunca planifico mis libros a partir de temáticas. Eso sale de forma orgánica porque soy mujer y la experiencia de cuerpos como los míos me interesa literariamente. Soy de un país donde el aborto aún no está legalizado –he tenido que acompañar a mis amigas a abortar–, donde hay muchos femicidios y abusos intrafamiliares, entonces escribo sobre eso porque son las heridas que me atraviesan. No tengo la intención de denunciar nada con mis cuentos; sí trato de generar un poco de empatía (primero en mí) para entender cómo funciona la operación de la violencia y la experiencia humana del daño en mundos hostiles”.
Cuando se le pregunta por sus lecturas de formación siempre responde cosas distintas; esta vez elige Moby Dick de Melville, y habla de los libros como experiencias emocionales: “Si es una experiencia emocional para mí, posiblemente lo sea para otros. En mis textos propongo experiencias intensas y no del todo agradables, pero sí las creo necesarias porque permiten que miremos dos centímetros más allá de nuestras narices desde un lugar de seguridad: mis libros abordan la violencia pero no son violentos”, explica, y destaca que “lo maravilloso de los libros es que nunca se te imponen, funcionan con consentimiento”. La experiencia humana oscila permanentemente entre la belleza y el horror, y es en ese espacio liminal donde Ojeda se sitúa como escritora. “Todo el rato me bamboleo entre el horror y la belleza, me estiro de un lado a otro y vivo en esa delgada línea porque me interesa saber qué somos como especie cuando habitamos allí. Me obsesiona quién puedo ser yo en esa zona liminal y quiénes pueden ser mis personajes”.
Una obra con foco en la violencia
Mónica Ojeda nació en 1988 en la ciudad de Guayaquil (Ecuador). Ha obtenido su título como licenciada en Comunicación Social con mención en Literatura (Universidad Católica de Santiago de Guayaquil), y un máster en Creación Literaria y Teoría Crítica de la Cultura (Universidad Pompeu Fabra de Barcelona). Actualmente vive en Madrid, donde cursa un Doctorado en Humanidades sobre literatura porno-erótica latinoamericana e imparte clases de escritura creativa. Es autora de una obra que incluye novelas, poemarios y cuentos. Su primera novela, La desfiguración Silva, obtuvo el Premio Alba Narrativa 2014; su primer libro de poesía, El ciclo de las piedras, el Premio Nacional de Poesía Desembarco 2015. Nefando (2016) y Mandíbula (2018) –ambas novelas editadas por Candaya– tuvieron una gran recepción entre los lectores y la crítica. Ojeda forma parte de la prestigiosa lista de Bogotá 39-2017, que reconoce a los 39 escritores latinoamericanos menores de 40 años con más talento y proyección de la década.
En muchos de esos textos ha trabajado sobre distintas formas de violencia y, al respecto, señala: “En mi narrativa he trabajado de forma obsesiva con la violencia en espacios de intimidad, espacios familiares y entornos de aparente seguridad. Es en este tipo de entornos donde el cuerpo resulta vulnerado de una manera increíblemente cruel porque es algo inesperado y se traduce en un daño tanto físico como psicológico. Los cuentos de Las voladoras tienen personajes que terminan ejerciendo resistencia sobre las hostilidades a las que son sometidos, pero en esa resistencia estas mujeres terminan experimentando algún tipo de transformación corporal que tiene que ver no sólo con el hecho de convertirse en un cuerpo dañado, sino también en uno capaz de dañar. Esa es la parte perturbadora de la violencia, porque a veces te convierte en el monstruo que te ha herido en primer lugar”.
Laura Gómez/Página 12