Entrañable, Tom Lupo. Muy querible. Más querido aún. Encontrarse con él, al azar, en los pasillos de Radio Nacional implicaba ingresar a un mundo de anécdotas al paso que podía durar de bastante a mucho. Era recurrente y diverso. Agradable. Tierno. Ecléctico. Bien nacional. Le gustaba mucho recordar a Luca Prodan, claro, con quien había compartido larguísimas charlas sobre Lacan, además de haberle presentado a Andrés Calamaro, en un encuentro que terminó en la tremenda versión a dúo del tema “Años”, de Pablo Milanés. Pero entre sus temas preferidos también estaban Perón, Scalabrini Ortiz y Jauretche. Piazzolla. Charly y el enamoramiento que le había causado su interpretación del Himno Nacional, tal vez por unir dos de sus grandes amores: el rock argentino y la identidad. Freud. Le gustaba mucho hablar del péndulo, de la antinomia –dicho mejor— producción-angustia. También de las dimensiones del tiempo: el lógico y el simbólico. Recurría a Shakespeare y al flaco Spinetta. Lo adoraba a Luis. Tanto como a Leopoldo Marechal. A Girondo. A Macedonio. A Galeano. Los recitaba cotidianamente.
Le dolía horriblemente que a Lorca lo hubieran matado, entre otras cosas, por homosexual. Contaba con orgullo que había tenido como profesor de literatura a Haroldo Conti en la secundaria. Y le gustaba evocar que su sobrenombre había nacido, espontáneamente, cuando le pidieron en radio que se pusiera un apodo rockero, pero que después se dio cuenta que el inconsciente lo había primereado, porque su más admirado poeta del rock era Tom Wolfe y, en una hábil maniobra lingüística, le quitaba la `e`, traducía la palabra al castellano (lobo), y volvía a traducirla al italiano: lupo. Genial.
Tom murió este lunes. Tenía 74 años y hacía tiempo (aunque seguía presente mediante Grabaciones encontradas, programa de AM 870 en el que era presentado por León Gieco, los lunes de 0 a 0.30), no se lo veía caminando pasillos en busca de esa charla cálida. De algún abrazo. El sábado 20 de junio de 2015 fue atropellado por una camioneta, mientras conducía un Palio por Avenida del Libertador, y desde ahí viene la mala. Increíble, pero entre esas charlas de café o pasillo, Lupo también solía citar a Nietzsche con una frase premonitoria: “no cualquiera se merece un accidente”. Que mueca absurda del destino. Que cruce fatal. “Hay algo que nos iguala a todos, la muerte”, solía decir también. Carlos Luis Galanternik, nombre por el que no muchos lo conocían, había nacido en Charata, Chaco el 22 de octubre de 1945, el mismo día que se casaron Juan Perón y Eva Duarte en Junín. Fue psicoanalista, locutor de radio, aprendiz de boxeador, periodista, y profesor universitario. Escribía y leía poesía muy bien. En el éter fue capo. Inolvidable ese Submarino Amarillo que surcaba las profundas aguas de Del Plata (emisora en la que también haría El pez náufrago) en los ochenta, o de Radio Municipal de Buenos Aires, a través del Tom Lupo Show, donde casi que inventó el rol del movilero de rock (hasta ese momento, era una función mayormente empleada en el fútbol). Fue además uno de los principales fogoneros de bandas clave de la época, de las que pasaba demos y demos y demos: Redondos, Sumo, Los Ratones, Virus, los segundos Abuelos, el Charly solista. Condujo también Taxi, en Radio Provincia. No pocos recuerdan su paso por El loco de la colina, por Radio Uno. O por Grabaciones encontradas, en Radio Nacional. Menos visible era su faceta como editor de revistas under. Eso hizo con Twist y gritos, tal vez la más conocida. Y también con la publicación feminista Alfonsina. “Soy un simple obrero del lenguaje”, solía decir cuando le preguntaban qué era.
Otro metier clave de Tom fue su amor por los discos recitados. Fernando Samalea lo ayudó con su música para grabar En mi propia lengua, que también fue nombre de otro de sus programas de radio. Y el tándem Gieco-Gurevich, Giro Hondo, trabajo inspirado en el vate porteño. Fue, además, un gran defensor de la Ley de Medios promulgada en tiempos kirchneristas porque habilitaba la pluralidad de voces, el treinta por ciento obligatorio de música nacional en las radios, y las producciones regionales. En eso confiaba para repetir y, no solo eso, multiplicar lo que había logrado cuando el under de los ochenta. Que logró, en parte, para seguir traccionando a pulmón bandas como Los Espíritus. Le encantaba el tema “Lo echaron del bar”. Lo pasaba siempre durante su vuelta a Del Plata.
O durante su retorno con el Tom Lupo Show, en Radio Nacional, donde ocurrían las largas charlas de pasillo y café. “Está bueno no preocuparse por el rating. Pero el plus es que la radio tiene que diferenciarse de la TV, porque es el medio menos alienante. Persiste en ella esa cuota de imaginación que el receptor tiene que poner”, dijo en nota a PáginaI12, cuando se produjo tal regreso, en 2005. Aquella vez recordó también sus cruces con Luca y Los Redondos. “(En los ochenta) todos escuchaban a Prince y yo pensaba: ‘El tipo debe tener algo que los no músicos no entendemos’. ¿Luca? El cocondujo el programa varias veces conmigo, mostraba una lucidez asombrosa. Era más inteligente de lo que uno suponía. En cinco años habrán pasado quinientas bandas nuevas por el programa”, dijo de Luca y después recaló en Patricio Rey. “La primera vez trajeron el disco blanco de Gulp. Me acuerdo que vinieron con una actitud medio defensiva, sobre todo Rocambole. Estaba predispuesto a enfrentarse con un programa careta, y yo me sentía todo lo contrario. Discutimos, mientras el Indio Solari me palmeaba la espalda, como diciendo: “Divertite, no le des pelota”. Eso me calmó muchísimo: él ya tenía pasta de líder”.
Cristian Vitale/Página 12
LAS SENTIDAS PALABRAS DE ALEJANDRO DOLINA
No puedo más que evocar perpetuamente la muerte de Tom Lupo como un destino desgraciado. Todos sabemos que vamos a terminar de esa manera, con mayor o menor dramatización. Pero en el caso de Tom fue desgraciado para todos. Su forma de hacer literatura y de hacer radio hacen que el accidente que lo alejó del éter aparezca muy tremendamente, muy lleno de negatividad. Justo a él, piensa uno, que todo el tiempo pensó la muerte como eje de su propio arte. Esa era su veta artística. En cierta forma, en Lupo el arte sirvió como la explicación de la muerte. Tom indagó en lo efímero, en el lenguaje, en la noche, en la posibilidad o la imposibilidad del diálogo, en la finitud de la vida. Su arte consistió un poco en explicar su muerte, a la vez que esa explicación constituyó buena parte del contenido de su arte. El accidente que lo silenció significó todo su arte.
He tenido una relación de vecindad artística, cultural e ideológica con Tom. En muchas radios, hemos compartido espacios de programación. En Radio Nacional, en Del Plata y en algunas otras. No creo que esa compañía haya sido resultado de la casualidad. Tenía, como yo, hábitos nocturnos. Hemos estado siempre ejerciendo la amistad desde esa metonimia laboral: él tipo llegaba y yo me iba, o al revés. Con los años esa vecindad de horarios se convirtió en una vecindad de ideas, de acción, de géneros artísticos, de maneras de sentir y ver el mundo. Todas similitudes que son mucho más fuertes que lo político.
Lo que nos separa a Tom y a mí de ciertos periodistas que hacen tanto ruido en el éter hoy en día no es una concepción política, o una idea acerca del Estado, va mucho más allá de eso, de la discusión militante. Hay cierta manera de discutir la política que afecta la moral. En la Argentina la diferencia política es algo parecido a una ofensa. En el sentido de que se vuelve intolerable. Y la realidad es que cada uno puede pensar lo que quiere, lo que no se puede es utilizar todo un arsenal de indecencia para hacer mella en las ideas del otro. Lupo era una persona de una deliciosa moral. Y eso es lo que lo separaba de gente que no pensaba como él.
En mi vida, Lupo fue una asociación afortunada de vecindades. Una sucesión causal de coincidencias que por tanto repetirse construyeron un mismo efecto, una misma línea de pensamiento y, probablemente, una similar manera de hacer radio.