José Luis Brown, “el Tata”, que fue protagonista clave en una de las victorias más importantes en la historia del fútbol argentino, murió anoche después de batallar durante un largo tiempo con una enfermedad neurodegenerativa.
Hay una escena que quedará grabada para siempre. Un instante que aparecerá en el imaginario colectivo cada vez que se recuerde a José Luis Brown. Porque más allá de que hizo un gol en la recordada final del mundo que consagró a la Argentina en México 86, el Tata supo trascender con una actitud que sirve para graficar su carrera deportiva. Y su vida.
“Tenía un dolor insoportable. Lo primero que le dije al doctor (Raúl) Madero fue: ‘Ni se te ocurra sacarme, no salgo ni muerto’. Me mordí la camiseta, le hice dos agujeros para meter los dedos y finalizar así. Había pasado por un montón de cosas difíciles y ni loco iba a dejar la final”, relató sobre aquellos instantes en el estadio Azteca, con el hombro derecho luxado.
A los 62 años y tras estar internado desde el 25 de diciembre de 2018 debido a una enfermedad neurodegenerativa que se fue agravando con el paso del tiempo, Brown falleció. Y el fútbol argentino está de luto. Sus restos serán velados hoy, entre las 8 y las 13, en la sede de Estudiantes, donde disputó 301 partidos.
Antes del episodio que provocó su internación, justo en Navidad, los días del Tata transcurrían en su casa de 15 y 40, en La Plata, donde vivía con su esposa Viviana Cavaliero, con quien se casó en segundas nupcias y tuvieron a Diego, de 11 años. Fruto de la relación con su primera esposa, Silvia Curi, habían nacido Juan Ignacio (41), el mayor, que jugó al fútbol en Estudiantes y en varios clubes de ascenso; y Florencia, que es cantante.
El Tata disfrutaba de darles charlas a los chicos de Estudiantes. Había firmado un contrato con el club y recorría las filiales apostadas en todo el país. Su última aparición pública fue en un encuentro con la filial de Azul, en noviembre de 2018. También compartía sus experiencias con los pibes de las juveniles del Pincha que estudian en el bachillerato del club.
“Les hablaba mucho de Bilardo. Para él, Carlos era un padre. Y no sólo por lo deportivo, sino también por lo humano, por la relación que habían forjado”, cuenta un amigo del Tata que lo acompañaba en esas reuniones con los jóvenes del club.
Nació el 10 de noviembre de 1956 en Ranchos. De los 3 a los 13 años se crió en el hogar-escuela Virgencita de Luján porque sus padres trabajaban todo el día. A ese mismo hogar había vuelto hace dos años para realizar un locro solidario para 300 chicos.
A Estudiantes llegó haciendo dedo y de esa forma viajó infinidad de veces desde su pueblo. Hasta que un repartidor de cubiertas le dio la solución que necesitaba cuando el Tata ya estaba pensando en dejar de ir a entrenarse por las dificultades económicas para costear el trayecto. Desde ese momento, se subía al camión en Ranchos y se bajaba en La Plata.
El Pincha fue su otra casa. Vivió en la pensión conocida como el Pabellón Demo, que estaba ubicada en el viejo estadio de 1 y 57, que en noviembre será reinaugurado, y donde llegaban los chicos del Interior que daban sus primeros pasos.
A los 14 ya empezó a tener minutos en Reserva y a los 18 cumplió su sueño de jugar en Primera. Lo hizo debutar Bilardo el 16 de febrero de 1975 ante River. Fueron 8 años en el Pincha hasta el 10 de junio de 1983, día de la coronación en el Torneo Nacional ante Independiente.
Ya había sido capitán en el título obtenido en el Metropolitano 1982. En total fueron 290 partidos por torneos locales, en los que marcó 27 goles. Además, jugó 11 encuentros por la Copa Libertadores.
Pegó el salto a Atlético Nacional de Medellín e integró un recordado equipo dirigido por el uruguayo Luis Cubilla. Y a comienzos de 1985 volvió al país para vestir la camiseta de Boca.
En sus primeros tres partidos con la azul y oro, parecía haberse ganado a los hinchas con su garra y también con goles: le marcó uno a Temperley y dos a Estudiantes de Río IV.
De esa etapa le quedó una marca imborrable en su ceja izquierda tras un choque involuntario con su compañero Quique Hrabina en un Gimnasia-Boca. En el club de La Ribera, el Tata fue de mayor a menor: 29 partidos y 5 tantos. Ya empezaba a arrastrar una lesión en la rodilla derecha que puso en jaque su participación en el Mundial de México.
Es que tres meses antes de la Copa del Mundo quedó libre de Deportivo Español, donde apenas había jugado 3 partidos, hasta que Oscar López y Oscar Cavallero le dijeron que no lo iban a tener más en cuenta. “Tenía mil dificultades para desplazarme, se me inflamaba la rodilla, era una cosa que no podía creer -recordó en una entrevista con El Gráfico, publicada en 2011-. No culpo a los técnicos. Lo que pasa es que cuando vos estás en la mala, te acostumbrás a recibir malas noticias. Me quedé sin club, faltaban tres meses para el Mundial y Carlos (Bilardo) me dijo: ‘No importa, va a seguir entrenándose con nosotros’”.
Lo demás es conocido. Llegó por la ventana a la Copa del Mundo. Lo acusaban de haber integrado la lista porque le cebaba mates a Bilardo. Se ganó un lugar por la lesión de Daniel Passarella y el camino ascendente mundialista le regaló el primer gol en la final ante Alemania.
“Tenía tres camisetas: las dos de Estudiantes de los títulos del 82 y del 83. Y la de la final con la Selección, la que tiene los agujeros”, cuenta un amigo del Tata. Las casacas ahora están en manos de Marcelo Ordás un coleccionista argentino.
Después de la gloria en México, el Tata jugó en Francia (Brest) y en España (Murcia). Y se retiró en Racing en 1990. Fue ayudante de campo de Nery Pumpido en Los Andes, acompañó a Bilardo en Boca y armó dupla con el Negro Héctor Enrique en Almagro y Nueva Chicago.
Clarín/Deportes