Con la muerte de George Steiner, considerado uno de los pensadores más influyentes del siglo XX y uno de los más reconocidos estudiosos de la cultura europea, no son pocos los que creen que desaparece el último de los grandes lectores de la tradición occidental. Filósofo, crítico literario, ensayista y profesor, el autor de Pasión intacta falleció ayer a los 90 años en su casa de Cambridge, Inglaterra, según informó su hijo, David Steiner, en el diario The New York Times.
Maestro de literatura comparada y teoría de la traducción, el catedrático recibió el Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades en 2001. Fue un gran polemista, mitólogo y autor políglota de libros capitales del pensamiento moderno, la historia y la semiótica como Lenguaje y silencio, La muerte de la tragedia, Presencias reales, Gramáticas de la creación y La poesía del pensamiento. Sus textos mezclaban la sofisticación académica con la ironía y la crítica.
Steiner se destacó por sus extraordinarios ensayos y artículos, y su crítica literaria se publicó, sobre todo, en The Times Literary Supplement y The New Yorker. Una vida itinerante le permitió conocer distintas culturas: tenía tres lenguas maternas –alemán, francés e inglés– y leía en otros tantos idiomas. En este sentido, se consideraba a sí mismo un “escritor extraterritorial” por su capacidad para hablar y escribir en más de un idioma, como Beckett, Nabokov y Borges. Como otros grandes escritores, Borges, Proust, Kafka, Joyce, Chesterton y Nabokov, Steiner tampoco fue premiado con el Nobel de Literatura.
Muchas veces cuestionado, en sus trabajos abordó temas como el origen del discurso, el poder moral de la literatura y el futuro de la verdad. Como intelectual europeo, criticó agudamente los más diversos temas de actualidad cultural y filosófica, y sus ideas influyeron en el discurso académico e intelectual de las últimas cinco décadas.
Se ocupó de muchas de estas cuestiones en una veintena de libros, entre los que figuran ensayos, una novela y tres colecciones de cuentos. Junto a Harold Bloom (quien murió en octubre) argumentó fuertemente a favor de un canon para la literatura de Occidente y en contra de una serie de corrientes teóricas, desde la Nueva Crítica de la década de 1950 hasta el postestructuralismo y la deconstrucción en la década de 1960, de la cual escribió un ensayo pionero, El retiro de la palabra.
La mirada cuasirreligiosa de la literatura de Steiner formó parte de su primer libro, el estudio comparativo Tolstoi o Dostoievski (1959), subtitulado Un ensayo en la vieja crítica.
A lo largo de su producción, abordó asuntos de diversa índole como Heidegger, la tragedia griega, el ajedrez, la traducción y, en su novela El traslado de A. H. a San Cristóbal, de 1981, imaginó la hipotética vida de posguerra de Adolf Hitler. En 1990, declaró en la Universidad de Glasgow: “Por ingenuo que pueda parecer, me sorprende que se pueda usar el habla humana tanto para amar, construir y perdonar, como para torturar, odiar, destruir y aniquilar”.
Steiner no carecía de admiradores ni de críticos acérrimos. “Su virtud vigorosa ha sido su habilidad para moverse de Pitágoras, a través de Aristóteles y Dante, a Nietzsche y Tolstoi en un solo párrafo”, escribió elogiosamente el crítico cultural Lee Siegel. De él, sus detractores decían exactamente lo mismo.
En más de una ocasión, Steiner trató de definir el significado de la cultura en una época atroz. En el prefacio de Lenguaje y silencio, señaló: “Mi propia conciencia está poseída por la erupción de la barbarie en la Europa moderna, por el asesinato en masa de los judíos y por la destrucción bajo el nazismo y el estalinismo de lo que trato de definir en algunos de estos ensayos como el genio particular del ‘humanismo centroeuropeo’”.
En 2009, en Mis libros no escritos, describió las siete obras que podrían haber visto la luz pero que sólo permanecieron en borrador. Allí, decía sobre los críticos literarios: “Por el estilo de su prosa y sus propuestas innovadoras, algunos críticos han sido incluidos en la literatura misma. Pero sigue en pie el hecho fundamental: años luz separan el poema o la ficción imperecederos del mejor discurso crítico”.
Y esto opinaba sobre la posible existencia de una divinidad: “Lo que he llegado a sentir con una convincente intensidad es la ausencia de Dios. El vacío que yo siento tiene un poder enorme. Reduce mi temor a la existencia y excusa mis lamentables intentos de conceptuar la muerte en los confines de mi mente y mi conciencia: un espacio muy pequeño”.
George Steiner había nacido en Neuilly-sur-Seine, Francia, en abril de 1929, en el seno de una familia judía, que huyó del nazismo en 1940. Sus padres, a su vez, habían abandonado Viena en 1924 debido a la creciente ola de antisemitismo y habían elegido Francia por sobre Inglaterra por su clima más templado.
Una vez en Estados Unidos, Steiner se formó en el Liceo Francés de Nueva York. Luego estudió en Chicago, en Oxford, en Harvard, y más tarde continuó su vida académica en Princeton, Innsbruck, Cambridge y Ginebra, entre otras universidades. Todo ese bagaje le permitió conocer a fondo las lenguas con mayor acervo cultural de Europa, además de haber accedido desde niño a las lenguas clásicas –a los seis años su padre le enseñó griego leyendo con él La Ilíada en lengua original– y a las lenguas modernas, paralelamente a la matemática, la física y la musicología.
Desde 1961, impartió clases en la Universidad de Cambridge y también en la de Oxford. Estaba casado con la historiadora Zara Alice Shakow, tenía dos hijos y dos nietos. A diferencia de las páginas de todos sus libros, su legado no tiene fin.
Clarín/Espectáculos