Maestro. Toda vez que alguien menciona su nombre esa palabra le aparece unida, como indisoluble de su identidad. Agustín Alezzo fue, además, un destacado director que encaró -se calcula- más de 80 puestas. También en su momento fue actor, pero abandonó esa faceta y dijo que nunca la extrañó. La pulsión de la enseñanza era evidentemente tan fuerte como la creativa. En su último acto invirtió los ahorros de toda su vida para abrir su escuela, El Duende, en Villa Crespo. No pudo. Tenía todo listo para inaugurarla en marzo. El coronavirus lo impidió.
Iba a abrir la escuela el 16, y el 15 quedó prohibida la actividad teatral. Quienes charlaron con él a raíz de esto notaron su desesperación. Había puesto 2 millones de pesos en un proyecto cultural –la tercera sede de su espacio– que quedaba trunco y no paraba de acumular deudas de alquiler y servicios. Carlos Rottemberg, quien informaba sobre la salud del artista a través de la cuenta de Twitter de Multiteatro, contó a este diario que mientras comenzaba a visibilizarse la situación y se activaban diálogos con las autoridades para evitar la desaparición de la escuela, quedó en primer plano la salud del maestro. La dirección del Instituto Nacional del Teatro había aprobado otorgarle un premio a su trayectoria para que pudiera sostener la escuela, fundada en 1966.
Tenía 84 años y falleció mientras estaba internado en el Sanatorio de la Trinidad, en Palermo. Allí se encontraba desde principios de junio. Había llegado por un cuadro de infección urinaria y por protocolo le hicieron el test de Covid-19. Dio positivo. La noticia de su muerte impactó sobre todo porque el lunes, Rottemberg -quien seguía muy de cerca su evolución- había contado a través de Twitter que después de un mes de internación en el sector de cuidados intensivos lo habían trasladado a una sala común para que continuara con su rehabilitación. Es decir que había superado el cuadro crítico y todo indicaba que le darían el alta. Por el mismo medio el productor comunicó el fallecimiento este jueves.
«Después de más de un mes de internación, con una larga estadía en terapia intensiva, asistencia respiratoria mecánica, utilización de plasma de convaleciente, administración de corticoides y demás tratamientos habituales, intercurre con shock séptico agravado por su estado de fragilidad, y a pesar del tratamiento antibiótico instaurado presenta paro cardíaco y fallece en el día de hoy», detalla el parte.
Agustín Andrés Oscar Alezzo nació el 15 de agosto de 1935 en Buenos Aires. Su infancia estuvo signada por la muerte de su padre, de cáncer, dos meses antes de su nacimiento. El hombre era bandoneonista de una orquesta de Santa Rosa, La Pampa. Alezzo fue criado por su madre y dos padrinos. A los 16 años, poco tiempo antes de terminar el bachillerato, empezó a pensar en dedicarse a la escena . Su madre se resistía: deseaba para él un título universitario. Por esta razón, en paralelo a sus primeros estudios de teatro, cursó tres años de Derecho. Había visto teatro desde muy chico.
Fue alumno de Hedy Crilla, con quien trabajó años después en el desaparecido teatro Olimpia, y a los 20 años se incorporó a Nuevo Teatro, encabezado por Alejandra Boero y Pedro Asquini. Integró los grupos Juan Cristóbal y La Máscara durante la década del ’60 y estudió en Nueva York con Lee Strasberg. Como actor intervino en obras de Wilfredo Jiménez, Luigi Pirandello, Georg Büchner, Bertolt Brecht, Ricardo Halac y Rosso de San Secondo. A mediados de los sesenta se mudó a Lima, Perú, donde continuó desempeñándose como actor. Regresó a la Argentina tras contraer tuberculosis. De regreso en Buenos Aires fue dirigido por Carlos Gandolfo y Augusto Fernandes hasta 1972. En ese año dejó la actuación -nunca la extrañó, aseguró- para volcarse de lleno a la dirección y la formación, sus rasgos destacados.
Es pionero en la introducción del método Stanislavski en la Argentina. Su primer trabajo como director fue La mentira, de Nathalie Sarraute, en 1968. En la década del ’70 dirigió varias piezas teatrales en un ciclo de televisión. Durante la dictadura fue incorporado a las listas negras de intelectuales y artistas prohibidos. Se refugió en su estudio y además creó el Grupo de Repertorio. No se exilió porque en ese entonces su madre estaba enferma.
Algunas de sus puestas destacadas son Las brujas de Salem, con Alfredo Alcón y Leonor Manso; Romance de lobos, de Ramón del Valle Inclán; los unipersonales Yo amo a Shirley Valentine, con Alicia Bruzzo; Yo soy mi propia mujer, con Julio Chávez; y Rose, con Beatriz Spelzini. Otros de sus trabajos son Jettatore…!, de Gregorio de Laferrère, con un amplio elenco -online en el sitio del Teatro Nacional Cervantes-; La rosa tatuada, de Tennessee Williams; Master Class, de Terence McNally, con Norma Aleandro; La profesión de la señora Warren, de Georges Bernard Shaw; Lo que no fue, de Noel Coward; y El jardín de los cerezos, con María Rosa Gallo y Roberto Carnaghi.
Era un director prolífico -podía tener más de un título en cartel-, disciplinado, riguroso. «Obsesivo», se definía. Todo era trabajo: no contemplaba sábados, domingos ni días festivos. Obsesivo al punto de que una vez había ensayado una obra producida por él mismo y suspendió el estreno porque nada tenía que ver el resultado con lo que había imaginado. Se fundió por un año. En ocasiones también trabajaba en las escenografías y vestuarios de los espectáculos. Con el espíritu del teatro independiente, participó del hecho teatral de una manera integral: durante su carrera atendió boleterías, repartió programas, fue asistente de dirección, limpió baños y pisos. Se movía en todos los circuitos -comercial, independiente y, en menor medida, oficial-. Decía haber estrenado en prácticamente todas las salas porteñas.
Lo que lo motivaba para un estreno era el «gusto» por las obras y la afinidad con la ideología que las atravesaba. «Nunca montaré una que diga algo con lo que no estoy de acuerdo», afirmó, y sostuvo esta máxima hasta el último día.
Era, también, profundo. Se interesaba por los grandes temas de la humanidad y la existencia, por eso era amante de los clásicos, tanto locales como foráneos. «El material que uno toma debe conservar una ligazón interna con uno. Uno debe sentir que hay una parte de uno que se expresa a través de él», contaba en una entrevista con este medio en 2013 , antes del estreno de La colección, de Harold Pinter, uno de los autores que más admiraba. Para él, más allá de los matices, el tema del teatro era nada más que uno: las relaciones humanas. «Todas las obras tratan sobre eso: relaciones con uno mismo, con padres, hijos, esposas, amigos, con la sociedad y con Dios. Relaciones malas o buenas, en lucha o no. Es fundamental tenerlas en claro, crearlas con códigos específicos.»
María Daniela Yaccar/Página 12