Multitudes vienen desde Avenida Del Libertador, desde Alvear, desde Las Heras. El Recoleta y sus alrededores están circunscriptos por vallas y carteles que anuncian que la Bienal de Arte Joven ya llegó. Fue el miércoles por la noche cuando empezaron a celebrarse los 30 años de aquella primera edición de 1989 y algo de la épica de la gente en la calle inspiró la creación de un segmento inédito desde su reedición en 2013: dos jornadas de la sección Territorio, cuyo objetivo fue tomar el espacio público. Tras las 45.000 personas que pasaron por la apertura, se puede afirmar que lo lograron.
Por donde se mire alrededor de El Recoleta, hay estímulos superpuestos impulsados por 430 artistas. Escenas que toman de la fiebre de las pantallas la simultaneidad de la exposición, la atención dispersa en rincones múltiples. Pero la Bienal sigue hasta el domingo con horarios eclécticos y agolpados para sacarse las ganas de experimentar arte en todas sus vertientes. Hasta el 29 de septiembre, más de 180 actividades gratuitas desde la tarde hasta las últimas horas de la noche: teatro, danza, cine, recitales, lecturas, presentaciones de libros, muestras, cuyo recorte es la producción diversa de los jóvenes de hoy.
Al atardecer, sobre un fondo rojo brillante, el perfil de la mona colorida que el artista Edgardo Giménez, ex integrante del Instituto Di Tella, pintó en la fachada de El Recoleta funciona como eje para diagramar el espacio. Como aquella mirada de Da Vinci, sus ojos apuntan hacia todas las diagonales. Susy Shock canta y hace sonar el bombo en su Poemario transpirado mientras en el escenario principal anima el funk de Lo’ pibitos y después la cumbia salvaje de La Delio Valdez. Debajo de las ramas de la araucaria, penden auriculares para bailar igual que en la pista del club Silent: bajo la protección del gomero, cuerpos descoordinados responden al estímulo de la música que reciben en sus oídos y que no coincide con la que bailan los demás. Un taller de grafiti ofrece sus muros para llenarlos de colores.
Al costado de la pista de baile, en una performance que ocurre dentro de un domo, alertan en loop: “Llamado a la reflexión”, mientras las luces proyectan su recorrido singular sobre un traje de espejos. Por el medio se cruzan bailarines que repiten los movimientos cuadro por cuadro y avanzan hacia las antiguas cabinas inglesas de teléfono por las que surgen cuatro mujeres que emulan la portada de Sgt. Pepper’s de los Beatles.
Mientras tanto, hay cola en la sala Cronopios para el paisaje rupestre y selvático de la muestra La civilización perdida, que cruza la obra de Giménez con los ex bienalistas Gabriel Chaile y Geraldine Schwindt. Jeroglíficos sobre laberintos industriales dialogan con contenedores indígenas hasta llegar al tótem símil Tarzán que se erige, triunfal, sobre una piedra entre cascadas. En las salas laterales a Cronopios, están las obras de los cuatro artistas visuales seleccionados que, como en las otras áreas (escénicas, audiovisuales, música y literatura), recibieron apoyo económico y tutorías con referentes ( Alejandra Aguado, Pablo Siquier y Juliana Iriart, en el caso de visuales): los paisajes inéditos que se forman a partir de las gotas que caen sobre el piso cuando se pinta una pared (Sasha Minovich), un refugio de música y poesía en el océano (Micaela Piñero), un taller de producción de cerámica que reivindica una práctica ancestral (El bondi colectivo), el pensamiento disperso en formas arbitrarias (Erik Arazi).
En la muestra colectiva, cerquita de las máscaras de colores construidas como esculturas geométricas que inauguraron Juan Stoppani y el francés Jean-Yves Legavre, la artista Carolina Martínez Pedemonte pregunta por mail y WhatsApp si es posible vivir del arte. “Nunca viví del arte. Viví a, ante, bajo, con, contra, de, desde, durante, en, entre, hacia, para, por, sin, sobre, tras y otras preposiciones”, responde el gurú del arte conceptual Roberto Jacoby. Ariel Masi invita: “Fracasá como yo. Es liberador”.
Mientras tanto, porque todo es simultáneo, ante las rejas vecinas de nuestro cementerio más patricio un hombre canta ópera mientas otro toca el piano. La gente espera para entrar a escuchar los cuentos del escritor Luciano Lamberti bajo el cielo oscuro entre las callejuelas de la ciudad de los muertos. El derrotero insomne del cuerpo de Evita, que descansa en la cripta familiar allí, las leyendas de la dama de blanco que seduce a los hombres y de la novia de arena que espera al marido con el que nunca pudo casarse se relatan al lado de sus bóvedas y panteones.
Por momentos, el silencio de la noche es invadido por el rumor de la música que llega del escenario principal: a la salida hay fiesta y baile de la mano del DJ Alonso Morning y el VJ Federico Lamas con temas de Gorillaz, Red Hot Chili Peppers y Fifty Cent, mezclados con trap y reggaeton. Para pasadas las 23, la loma de plaza Francia estalla en un gesto que parece ser el centro de todo. Es la celebración de un estado: la juventud eterna.
Ivanna Soto/Clarín