
En la sala 9 de julio, ubicada en el subsuelo del Teatro Colón, un conjunto de muy jóvenes bailarines ensaya Baile de graduados, el encantador ballet de David Lichine que se presenta el próximo mes de octubre en la sala principal del teatro.
Por el brío y la decisión con que emprenden las variaciones de la coreografía, podemos pensar tranquilamente que estos chicos llevan semanas de ensayos. No, no: apenas hoy comenzaron a aprenderlo.
“Sí, parecen ya un cuerpo de baile”, comenta Sabrina Streiff, regente de la Escuela de danza del Instituto de Superior de Arte del Teatro Colón, una de las varias orientaciones del Instituto, cuyo director general es Marcelo Birman.
Esta carrera formó tanto conocidas estrellas de la danza que hicieron su camino fuera del país -Julio Bocca, Marianela Núñez, Maximiliano Guerra, Paloma Herrera, Herman Cornejo, Ludmila Pagliero- como otros muchos, muy brillantes, que lo hicieron en el mismo Teatro Colón.
En aquel ensayo resultaba sorprendente no solamente la decisión, el ímpetu y la rapidez para aprender una coreografía, sino también el dominio técnico que ya alcanzaron -además de una suerte de conciencia profesional-, cuando todavía están en los últimos años del Instituto.
¿Es un milagro que en un país con tantos altibajos como el nuestro, y a la vez tan lejos de las grandes metrópolis del mundo, se produzca tal nivel de excelencia? No necesariamente un milagro.
Por empezar, el Instituto es público y gratuito. Así, los niños que ingresan pueden provenir de hogares modestos o más acomodados, porque lo que se evalúa es exclusivamente su potencial para la danza, una lista de condiciones que incluye flexibilidad, elasticidad, coordinación, musicalidad y expresividad.
El alumno que entra con esta base y se prepara todos los días, muchas horas y con una misma línea de trabajo, adquiere una gran calidad. Sin duda, no es lo mismo que tomar clases con maestros privados, por muy extraordinarios que sean.
Otro dato importante: el Teatro Colón es una de las pocas casas de ópera en el mundo que tienen, como parte de su estructura, escuelas de formación desde la infancia. Sobran los dedos de las manos para contarlas: la Opera de París, el Royal Ballet de Londres, la Scala de Milán, el Kirov, el Bolshoi y la Opera de Hamburgo.
Dice Streiff: “Los chicos aquí no sólo estudian danza: también están inmersos en un teatro. Desde chiquitos participan en obras (N.de R.: ballets como Cascanueces, por ejemplo, que incluyen niños) y están muy cerca de primeros bailarines; ven trabajar a los iluminadores, y entran en ese mundo mágico de los talleres donde se realizan los vestuarios y las escenografías”.
Es decir, viven una inmersión artística total y, como no podría ser de otra manera, muy enriquecedora.
El examen de ingreso para las niñas es a partir de los 8 años y hasta los 11; para los varones, entre los 9 y los 12. La carrera tiene dos ciclos, uno básico de cuatro años y uno superior de cuatro años más. Pero también hay una admisión de alumnos preparados en otras escuelas que pueden ingresar, previo examen, directamente a cursos más avanzados y de perfeccionamiento.
El número de materias aumenta progresivamente. En primer año los niños van ya todos los días pero cursan sólo técnica clásica y lenguaje musical. Luego se van agregando preparación física, francés, danzas del folclore argentino, danza contemporánea -cuyos contenidos se están modificando para una mejor formacióndanzas españolas, danzas de carácter (árabes, eslavas, asiáticas, húngaras, que se utilizan mucho en los ballets académicos), partenaire y repertorio.
¿Y al terminar, qué? Las expectativas de los alumnos que ingresan hoy son en general muy altas: llegar a ser primeros bailarines del Teatro Colón o de la Ópera de París.
Cuenta Streiff: “No sé si son expectativas de ellos o de sus familias, pero tienen que saber que están recién empezando un largo camino. En general la ilusión es irse afuera, de que el éxito está más allá. También se valora mucho ingresar al Ballet del Colón”, cuenta.
Y aclara: “Yo les insisto en que bailar es bailar: pueden hacer una carrera en el Ballet Folklórico Nacional, en la Compañía Nacional de Danza Contemporánea, en el Ballet Contemporáneo del San Martín o en alguna de las compañías oficiales que existen en varias ciudades del país”.
Contrariamente a la idea, muy difundida, de que la carrera de un bailarín clásico es más dura y más sacrificada que ninguna otra, estos chicos se ven muy felices.
La preparación del bailarín no es más exigente que la de un tenista, pianista, nadador, futbolista, carpintero o albañil. Para los chicos con vocación, no es un sacrificio. Lo es seguramente más para las familias que tienen que traerlos a veces desde muy lejos, buscarlos, prepararles lo que van a comer…
En una entrevista con Marianela Núñez, ella recordaba aquella etapa de su infancia en la que su vida estaba ocupada durante gran parte de las horas del día: “Iba a la escuela primaria, tomaba clases privadas de danza en San Mar-tín -la ciudad del Gran Buenos Aires donde nació y creció-, e iba todos los días al Instituto del Colón. Mi mamá tenía en el auto una almohada y frazadas para que yo pudiera dormir en los viajes de ida y vuelta y mi abuela me preparaba unas viandas deliciosas.”
En junio pasado, los alumnos del ciclo superior bailaron Sueño de una noche de verano en la sala grande del Colón, montada por el propio coreógrafo, Oscar Araiz. Fue una gran iniciativa por parte de la regente la de llevar a los alumnos la posibilidad de trabajar mano a mano con un gran coreógrafo vivo.
Habían interpretado anteriormente La Sylphide y Las bodas de Aurora, obras del repertorio académico. Y aunque en Sueño de una noche de verano, que Araiz había montado para el Ballet del Teatro Colón en 1979, hay mucho del lenguaje del ballet, también tiene giros contemporáneos y un uso del humor con los que los estudiantes no estaban muy familiarizados.
Resultó una experiencia notable si juzgamos por sus resultados: todo el escenario del Teatro Colón se llenó brillantemente con las alternativas de esta comedia de enredos en forma de ballet, basada en la obra del mismo nombre de William Shakespeare, y con las actuaciones altamente profesionales de estos estudiantes que ya son bailarines.
La pregunta es para Streiff: ¿hay algo que nos distinga como argentinos en esta disposición para la danza?
“Creo que tenemos una particular capacidad de asimilación y resiliencia y esto nos da un brillo especial. Cuando estudiaba en Rusia, había varias bailarinas latinoamericanas que bailaban como tales. A mí, en cambio, los maestros me preguntaban: “¿De dónde es usted, de Riga?”. Había absorbido el estilo”, responde la regente de la Escuela de danza.
Y completa: “Creo que también influye la mixtura de etnias que se da en nuestro país. Y esto se ve en nuestros físicos, en nuestra manera de sentir, de pensar, de expresarnos y de escuchar; incluso con toda la variedad que abarcamos”.
Laura Falcoff/Clarín-Espectáculos