Para muchos espectadores de nuestro país, el boom del cine surcoreano mostró su rostro por primera vez en abril de 2001, en la tercera edición del Bafici: desperdigados en varias secciones, un puñado de largometrajes de ese país marcó a fuego la programación del evento porteño. Uno de los más destacados tenía un nombre tan simple –La isla– y un afiche promocional tan elegante que resultaba imposible imaginar que detrás de ellos podía encontrarse una de las historias de atracción sexual, pasión y, tal vez, amor más extremas y terribles del cine contemporáneo. Con su cuarto largometraje, el cineasta Kim Ki-duk sumaba un nuevo e inestimable título a una filmografía incipiente que no haría más que crecer durante la década que recién comenzaba.
El director de Primavera, verano, otoño, invierno… y primavera (2003), sin duda el film más reconocido a nivel internacional, falleció ayer a los 59 años debido a complicaciones derivadas de la covid-19. La muerte no se produjo en su país natal sino en un hospital de Letonia, donde se encontraba en busca de una residencia con la intención de instalarse definitivamente, según consignan diversos medios internacionales. Es posible que esa mudanza esté ligada a las acusaciones de acoso sexual realizadas en tiempos recientes por tres actrices que trabajaron con él: a pesar de haber sido parcialmente desestimadas por una corte judicial, la sospecha continuó echando una oscura sombra sobre su figura durante el último año y medio.
Nacido en 1960 en la provincia de Kyonsang, el joven Kim estudió artes plásticas en Francia, aunque su carrera artística se desarrollaría en un medio creativo diferente. Ya en Crocodile, su ópera prima de 1996, pueden advertirse todas las obsesiones temáticas futuras, así como su atención a la disposición pictórica de los personajes en el paisaje, indudable vestigio de su primer amor artístico. En esa obra seminal, un anciano, una mujer, un muchacho y un niño sobreviven en los márgenes de la sociedad, a la vera de un riacho donde van a parar los suicidas. El sexo como arma y la violencia como estado cotidiano volverían al centro de sus siguientes películas, Wild Animals (1997) y Birdcage Inn (1998). Intereses confirmados con creces en La isla (2000), una de sus obras maestras, cuya historia se desarrolla en un alejado paraje isleño y tiene como protagonistas a un fugitivo de la ley y a una prostituta que regentea un particular hotel de habitaciones flotantes. Las crónicas de su presentación en el Festival de Venecia consignan que varios espectadores debieron salir de la sala ante el malestar provocado por algunas de las imágenes de mutilación física, pero detrás de esas anécdotas se esconde un film de una calidad poética única, de una belleza difícil de catalogar.
Con La isla Kim confirmaba su estatus como uno de los nombres más importantes de la renovación autoral del cine coreano, junto a colegas de la talla de Lee Chang-dong y Hong Sang-soo, y de allí en más sus películas comenzarían a exhibirse en los festivales de cine más prestigiosos del mundo, incluida la tríada dorada de Cannes, Berlín y Venecia. El ritmo prolífico de la producción se afianzaría en el siguiente lustro con títulos como Real Fiction, Bad Guy –una de sus obras más viscerales y pequeña pieza de escándalo– y Domicilio desconocido, cuyo relato transcurre a comienzos de los años 70, década de pobreza y represión estatal, al tiempo que echa una mirada a los corolarios de la guerra civil y la ocupación estadounidense. Luego llegaría Primavera, verano, otoño, invierno… y primavera (2003), la historia de un monje y su joven protegido, aislados del resto del mundo, que cautivó al público de todo el mundo y fue lo más cercano a un hit comercial en toda la carrera del realizador, apoyado sin duda por el hecho de que la violencia permanecía en estricto fuera de campo. Con ese título comenzaba también el romance de los distribuidores cinematográficos argentinos con Kim, el cineasta coreano que más estrenos comerciales ha disfrutado en los cines de nuestro país.
Títulos como Hierro-3 (2004) no harían más que confirmar su talento para poner en pantalla relatos de sobrevivientes (de la soledad, del deseo, de la violencia), aunque a partir de allí su obra ingresaría en un período cada vez más manierista, como lo demuestra la exageradamente pictórica The Bow (2005), con varias excepciones como la interesante Aliento (2007), que parecía remitir a la urgencia de sus primeros largometrajes. Con Pietà (2012) llegó la consagración formal del León de Oro en Venecia, inicio de una última etapa que incluye títulos como Moebius (2013) y La red (2017). Su largometraje número 24 y canto de cisne, Dissolve (2019), fue rodada en Kazajstán y estrenada en el mercado paralelo del Festival de Cannes, punto final para una carrera cuyos picos ubican fácilmente a Kim Ki-duk entre los realizadores asiáticos y mundiales más creativos e idiosincráticos de las últimas tres décadas.
Diego Brodersen/Página 12