La mirada lo decía todo. El secreto de sus ojos encerraba admiración: la bandera de su país estaba en lo más alto. La melodía del himno lo emocionaba. Acababa de conquistar Roland Garros por segunda vez, con el mundo a sus pies, y ya lanzaba un mensaje eléctrico: terminaré como el mejor. La historia se lo demandaba. No podía ser de otra forma. Después de haber concretado el golpe más impactante a lo largo de los tiempos, nada menos que ante Rafael Nadal en su recinto inexpugnable, Novak Djokovic debía cumplir con el mandato.
Y así lo hizo, no sin antes imprimir la cuota de épica que requieren los choques por la posteridad. Por primera vez se consagró en un torneo de Grand Slam después de perder los dos primeros sets: con el plus que sólo tienen los grandes campeones, se impuso 6-7 (6), 2-6, 6-3, 6-2 y 6-4 en la final ante el griego Stefanos Tsitsipas para levantar su segunda Copa de los Mosqueteros -ya había ganado en 2016- y la 19ª de su carrera en torneos de Grand Slam, una cifra que lo deposita a sólo una del récord absoluto en manos del propio Nadal y de Roger Federer. Una final para el recuerdo, por todo lo que había en juego, y por haber sido la primera en París que se definió en cinco parciales desde aquel thriller que protagonizaran Gastón Gaudio y Guillermo Coria en 2004.
La conmoción en plena gloria por los símbolos de Serbia tiene un fuerte arraigo con sus inicios. Djokovic sufrió, durante su infancia, la peor de las desgracias. La Guerra de los Balcanes lo tocó muy de cerca mientras crecía en Kopaonik, una de las principales cadenas montañosas, que contiene una pequeña porción al norte de Kosovo. En ese lugar sus padres Srdjan y Dijana le inculcaron la pasión por el esquí, el deporte que le otorgó la flexibilidad que hoy exhibe en el tenis de elite. Allí, a más de 1700 metros sobre el nivel del mar, también empuñó una raqueta por primera vez, con 7 años, para no dejarla más: el número uno del mundo comenzó a forjar su leyenda en aquel lugar que fue bombardeado, en 1999, durante los ataques de la OTAN a Yugoslavia. El joven Djokovic tenía apenas 12 años.
«Me costó entender la situación de mi país. La gente sufre porque es un país marcado por la guerra. Por eso intento representar a Serbia de la mejor manera y demostrar que tiene muchas cosas positivas que ofrecer. La imagen es negativa desde hace más de 20 años y quiero cambiarla», explicó alguna vez el mayor embajador. Torcer el concepto que el mundo construyó sobre su nación luego de la guerra es uno de los motores de su vida. En esa búsqueda, sin dudas, dejó claro que también torcerá la historia del tenis.
Aquel chico de los Balcanes, ya consagrado con el tiempo en cada rincón del mundo, esta vez tenía enfrente a Tsitsipas, el número cinco del ranking, uno de los jugadores más consistentes sobre polvo de ladrillo. Roland Garros, sin embargo, está reservado para los grandes gladiadores, los que no se rinden, los que se embarran por la gloria, esos que jamás claudican. Ni los mayores dioses del Olimpo pudieron impulsar al talentoso griego para derribar al mejor de todos. Porque Djokovic, libra por libra, es el mejor.
Tsitsipas exhibió toda su amalgama de recursos durante los dos primeros sets, con el poderío de una bola pesada y la supremacía de un drive invertido que bien podría ser el más efectivo del circuito. Todo aquello, claro, ante el número uno y sin ningún tipo de presión aparente: desbordó a Djokovic por ambos lados de la cancha, lo trajo a la red, lo empujó al fondo y hasta pareció desquiciarlo en varios pasajes. El renovado estadio Philippe Chatrier, con el limitado público presente por la pandemia, estaba por apreciar el verdadero cambio de mando: un griego de 22 años, que asomaba entre los candidatos por los títulos previos en Montecarlo y Lyon, estaba a punto de conquistar su primer trofeo de Grand Slam. La historia, no obstante, se escribe en los partidos de cinco sets, en las batallas de largo plazo.
Entonces hubo un quiebre. Un instante. Una milésima de segundo. Aquel momento en el que Djokovic, después de perder el segundo set casi sin atenuantes, decidió escaparse al vestuario. Los grandes campeones necesitan, siempre que las cosas se complican, apenas un minuto para mirarse al espejo. Contemplar el rostro de un gigante. Recuperar la esencia. Volver a las fuentes. A partir de su regreso al mítico polvo de ladrillo parisino, después de la reflexión interna, todo cambió. Su semblante ya era otro. Su presencia en la cancha, también. Allí todo parecía haberse torcido: el fuego interno del niño de los Balcanes estaba encendido y ya no volvería a apagarse. Sacó todo lo que tiene, ese abanico de armas ilimitado, inigualable, con el que construyó una carrera que va camino a ubicarse por encima del mundo.
«Estoy muy orgulloso por este logro. Ser parte de la historia del deporte que amo con todo mi corazón es muy inspirador. No puedo estar más feliz y más satisfecho. Si cuento los últimos dos partidos este triunfo rankea entre los tres logros más importantes de mi carrera», expresó después de la gesta.
El serbio ya estaba sentado entre los más grandes de la historia, pero en este torneo jugó por el objetivo mayor: perdurar en los tiempos por sobre los demás campeones. Y ya inició el trabajo: es el primer jugador que consigue ganar al menos dos veces cada torneo de Grand Slam desde que el tenis viera nacer la Era Abierta, en 1968. Ni Federer. Ni Nadal. Ni Rod Laver. Ni Andre Agassi. Ninguno. Sólo Djokovic lo hizo. Todos quedarán por debajo suyo. Porque ahora, con el hambre de los monstruos, irá por todo: Wimbledon, los Juegos Olímpicos de Tokio y el Abierto de Estados Unidos ya asoman en el horizonte. Para aquel niño de los Balcanes, en definitiva, la historia acaba de comenzar.
Pablo Amalfitano/Página 12