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A 100 años del nacimiento de Astor Piazzolla

El gran músico marplatense revolucionó el tango y abrió debates interminables.

Dicen que Astor Piazzolla fue el hombre que revolucionó el tango. El que, además, le puso música a la Buenos Aires que dejó el farolillo y el funyi en el olvido. El músico que puso el género a dialogar de igual a igual con la Academia. El genio que transformó el bandoneón en una especie de sintonizador del carácter ciudadano de la segunda mitad del Siglo XX. El hombre que se ocupó de lo que estaba por venir, mientras la mayoría seguía empantanada en lo que ya había dejado de ser.

Pero aseverar que Astor Piazzolla fue sólo un vanguardista o un innovador sería, lisa y llanamente, faltarle el respeto a la figura más relevante de la música argentina en todo el mundo hasta el día de hoy. Al estilo de personajes como Miles Davis, Carlos

Gardel, Karlheinz Stockhausen o el propio Alberto Ginastera, este héroe del fueye marcó un antes y un después en la historia de la música contemporánea del planeta.

Con una formación académica envidiable para cualquiera, él era “la música”. Corporizada en ese físico extraño y levemente contrahecho, por una malformación de nacimiento que le había dejado una pierna más corta que la otra. Por eso mismo se obligaba a tocar parado. De puro contrera, como para domar al destino. Y el destino lo respetaba porque sabía que era un luchador nato.

Astor Piazzolla pescaba tiburones, peleaba contra ellos que lo venían rondando desde siempre. Desde que era un purrete viajando en la moto desde Mar del Plata hasta Buenos Aires, agarrado de la cintura de su viejo, Vicente. Los tiburones siempre fueron manada, y Piazzolla uno sólo. ¡Qué lucha tan desigual! Pero, él era un street fighter, fiero y porfiado; preparado para lo peor, forjado en las calles de Little Italy, allá en la Nueva York de su infancia rea. Por eso los tiburones no le encontraban la vuelta.

Astuto pescador de muchos mares, les ganaba siempre. Como aquella vuelta en Punta del Este cuando embarcado sólo con su alma en una lancha de alquiler casi lo tira al agua un escualo bravo de mandíbula fornida. Pero, ¡minga! ¿Qué vas a poder contra este tano testarudo y bravucón?

Eso habrá pensado el tiburón cuando ya a bordo de la embarcación el tipo le clavó las guampas y lo derrotó por knock out en el último round.

Ahora… ¿Por qué Astor iba una y otra vez a enfrentarse con el escualo? Aquello no parecía solamente un deporte. Se asemejaba antes bien a una preparación, una puesta en forma, entrenamiento ejecutado metódicamente para hacerse fuerte ante cualquier adversidad. Pero sobre todo para no parecer más tarde en las fauces de la incomprensión de tanto gil de hule. Esos, los que jamás lo entendieron, pero lo criticaban disfrazados de tiburones.

Tratemos de esbozar un perfil de esa inquietante personalidad. Algo nada sencillo. Inquieto, irreverente, inconformista hasta la exasperación, perfeccionista obsesivo, perseverante. Un trabajador inclaudicable. Y esto último define de manera contundente no ya quién era Piazzolla, sino más bien qué era Piazzolla.

En entender esa diferencia yace una de las claves fundamentales para comprender su dimensión. La música lo había elegido como su instrumento total. Ella usaba su cerebro, su cuerpo, su corazón, sus manos, sus órganos todos para manifestarse en ese momento, en esa era de la humanidad, en este distante tercer planeta de una galaxia perdida vaya a saberse entre cuántos multiversos.

La primera, y última, vez que tuve enfrente a Astor, fue un cara a cara delirante, bizarro, maravilloso. Eran los últimos días de una primavera muriente de 1976, y yo tenía veinte años. En aquel momento Astor Piazzolla ya ostentaba su carnet de revolucionario del tango y era blanco de los tradicionalistas en el centro de una polémica que tardaría varios años en quedar saldada. A su favor, por supuesto.

Pero también, para mí, Piazzolla era sinónimo de rock. Y del rock más progresivo. Había sido alumno de Alberto Ginastera. Y tres años antes del encuentro que voy a relatar, el trío británico Emerson, Lake & Palmer había publicado un álbum sublime titulado Brian Salad Surgery. En ese disco hacían una curiosa rendición de Toccata, obra de ese gran compositor argentino, que sonaba exactamente como una invasión de marciones atacando la Tierra… La conexión, entonces, para mí era inevitable: Ginastera-Emerson-Piazzolla.

“Nene, dejá todo lo que estás escribiendo y te vas con el fotógrafo de raje al puerto, porque está llegando Piazzolla desde Europa con su nueva esposa, Laura Escalada. Y le preguntás todo, dónde la conoció, por que la eligió, dónde van a vivir acá. ¡Todo! ¿Me entendés?. Vos sabés quién es Pîazzolla ¿no?, a vos te gusta el rock, tenés que conocerlo…”

No estaba tan equivocado el director de la revista Antena, donde yo trabajaba, al relacionar a Piazzolla con el rock. Pero lo estaba, y mucho, al suponer que le iba a preguntar toda esa sarta de pavadas a un genio. Es como tener a Frank Zappa delante tuyo y preguntarle por qué se dejó el bigote. No había Internet en esa época, ni mucho menos teléfonos inteligentes. Lo que yo sabía de Astor lo sabía porque un día se me dio por escuchar la Suite Troileana. Sí lo conocía de nombre y había escuchado mil veces sus clásicos mas “comerciales”, como Balada para un loco o La bicicleta blanca. Pero este álbum era otra cosa.

Ahí se entendía todo, como si fuese un insight fulminante. En aquel momento, Astor estaba haciendo música progresiva de la mejor cosecha. ¿Tango progresivo? Era como si el grupo de rock italiano Premiata Fornería Marconi tuviera un bandoneonista de frontman…

Piazzolla nació para incomodar. Para joder a todos los chitrulos que creen que la vida es algo seguro y amable. Que en la comodidad está la solución. El tipo sentía auténtica curiosidad por la música en cualquiera de sus variantes. Entonces iba, la estudiaba, la hacía suya y cuando todos pensábamos que había encontrado la fórmula, él la rompía a martillazos y se iba a buscar algo nuevo. Atrás, quedaban los escombros. Y las viudas llorando.

Piazzolla era como los habitantes de esos pequeños pueblos de la antigüedad que cuando sabían que iban a ser invadidos por hordas bárbaras, quemaban sus propias casas, cruzaban a la otra orilla e incendiaban sus puentes. Como para no volver atrás. Por eso era tan odiado. Porque uno odia lo que sabe que jamás podrá entender. Y a ese odio lo genera el miedo. Miedo a comprender que Piazzolla hay uno sólo. Ni yo, ni vos, ni aquel, nunca. Sólo Astor.

Él había desarrollado una herramienta muy útil para moverse en esta jungla de ignorancia: el humor. ¡Pero, guarda! El bien pesado. Piazzolla no se bancaba a los blanditos del tango, ni a los que hacían “música de calesita”.

Por eso una vuelta, esperando para tocar en un club de barrio después de la orquesta de Alfredo De Angelis, se mataba de la risa mezclado con el público viendo como a De Angelis el bandoneón se le iba desbaratando por partes, hasta terminar desparramado por el piso. Astor le había aflojado todos los tornillos.

Lo raro era que esa audacia suya, esa desfachatez, esa bravuconería, era el gran truco que usaba el marplatense para ocultar su tremenda, desmedida e irresoluta timidez. Anécdotas al respecto abundan, pero sólo vamos a evocar una para entender el nivel de ese complejo en su perfil psicológico. En 1959 Piazzolla se encontraba en Nueva York. Por esos días también estaba en la ciudad Igor Stravinsky. (Mientras escribo Igor-Stra-vins-ky pasa un auto escupiendo reguetón al mango. Háblenme luego de Stephen King).

El asunto es que el entonces secretario de la embajada argentina ante la Organización de Naciones Unidas en la ciudad era el escritor y diplomático de nombre Albino Gómez, quien tenía el encargo de organizar una vernissage para la escritora Victoria Ocampo, amiga de Igor Stravinsky.

Enterado de que iba a asistir el encumbrado compositor de La consagración de la Primavera y sabiendo que Piazzolla se moría por conocerlo, Gómez no tuvo mejor idea que llamarlo, para invitarlo al ágape con la promesa de presentarle al relevante compositor y director ruso, al que sus detractores lo acusaban de “vivir en el futuro”. ¿Les suena?

Astor escuchó a su amigo al teléfono y lo mandó a “vender ballenitas en el subte”. Pero Albino volvió a llamarlo y le aconsejó concurrir. Finalmente el día llegó y ahí estaban: diplomáticos, periodistas, la Ocampo y, también, el enorme Stravinsky.

Eduardo Barone/Clarín

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